Selección
Contaba el iconoclasta y antipatrias Cohn Bendit que durante el Mundial de España se sorprendió al percibir que le asaltaba la emoción, el sentimiento nacional, las vibraciones de La Marsellesa, al ver la injusta derrota de la imaginativa y estética Francia ante la fuerza bruta de los panzers alemanes, en aquel partido imborrable en el que un impune killer llamado Schumacher le destrozó la boca a Battiston. Y le envidio por descubrir tardíamente y con estupefacción sus raciales señas de identidad. También envidio la fe y el entusiasmo colectivo de mis paisanos ante la inminente conquista del trono que va a lograr la selección española, después de su cegadora proeza frente al gigante ruso. Imagino que esa convicción proporciona calor, ahuyenta la intemperie. Y si la Armada Invencible naufraga, algo que siempre ocurre desde que tengo memoria (exagero, vi el metafísico gol de Marcelino a Yashin), podrás compartir la desolación con los demás.
Como jamás he estado encantado con España, es imposible que me desencante. Qué horror constatar que no tienes equipo, ni orgullo patriótico, ni gremio, ni bocina, ni bandera, ni esperanza, ni nada, aunque le debas al fútbol tantas e impagables sensaciones. Afortunadamente sigo ganándome razonablemente la existencia y no tengo hipotecas. Pero dudo que las hiperpublicitadas hazañas de Nadal, Contador, Gasol, Pedrosa, Alonso y demás héroes de la hispanidad, tan convenientes para inflar la moral del pueblo y que olviden la ruina, me consolaran, exaltaran, provocaran dulce amnesia sobre las exigencias de mi estómago y de mi casa.
Veo el careto y la actitud de Luis Aragonés y la alergia crece. Prefería la escandalosa sudorina axilar de Camacho, los pantalones cortos y los calcetines de Clemente, los agravios a la estética. Y te acuerdas de la pinta de Pat Riley, de Menotti, de Valdano, de Rijkaard, de Van Basten. Es cruel. Cada uno tiene su estilo. Y algunos, ni siquiera eso.