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Columna
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Polvo, sudor y hierro

Parece que el futuro de muchos directores de festivales de cine es más negro que un portugués embozado, y hace pocos días, desde estas mismas páginas, apuntaba Diego Galán (que lo fue del de San Sebastián durante años) algunas de las causas, entre las que no son las menores el afán de protagonismo de alcaldes y concejales deseosos del relumbrón episódico que proporciona la presencia subvencionada de estrellas o de aspirantes a serlo a fin de salir con salero en la foto. Lo cierto es que en los noventa, pegadito al boom inmobiliario, proliferaron entre nosotros multitud de festivales veraniegos de cine en primera línea de playa, no importa con qué excusa ni con qué propósito. También esa burbuja ha estallado al fin, ya que un festival de cine como el celuloide manda es todo lo que se quiera excepto un aluvión de setas de temporada. Y así, por citar alguna cosa, los festivales de Peñíscola y de l'Alfàs hace tiempo que van directamente a la ruina, por la sencilla razón de que nunca estuvieron claras las razones de su existencia, mientras que la Mostra de València se ha hundido tal vez definitivamente y Cinema Jove sobrevive porque se ha centrado en una cierta especialización, algo exótica, pero especialización al cabo.

Ahora que ha muerto Dino Risi, director entre otras joyas de la solo en apariencia inane La escapada, es hora de recordar que cuando la Mostra valenciana se hacía con los ojos abiertos al Mediterráneo (por palmerizada, en expresión de Rafa Ninyoles, que estuviera la representación gráfica de nuestra ciudad) en lugar de tratar de descubrirlo para nada cada día, tránsito que se dio con la dirección del festival por Lluís Fernández, en su programación tenían cabida en lugar de privilegio unas impagables retrospectivas gracias a las cuales pudimos reconstruir de nuevo la estimulante trayectoria del cine negro francés o la época de lujo de la comedia italiana, entre otras miradas de cine que era preciso recuperar, así como ciclos como el dedicado a Roberto Rossellini. Todo eso se acabó, porque incluso la comedia italiana se percibe ahora como obra de arte de difícil acceso, Rossellini es un paliza de mucho cuidado, de Bertolucci mejor no hablar, y Vittorio Gasmann no era más que un histrión sobreactuado, de modo que se impuso el gore de cualquier procedencia y una mirada condescendiente hacia el público y autocomplaciente hacia los responsables de un festival empeñados en imponer una línea en consonancia con sus dudosos gustos personales. El resultado fue la ruina a cuenta de los presupuestos municipales, no muy boyantes por otra parte.

El despropósito de un festival como el de Peñíscola, apenas justificado por la presencia de estrellas un tanto ajadas que finalmente deciden no dejarse caer por allí, resume a su manera todo el oportunismo de los festivales cinematográficos de pacotilla, nacidos de mala manera y con nula posibilidad de dar con el anclaje que podría hacerse con los favores del público y con las minivacaciones pagadas de las estrellas invitadas. Claro que tampoco el cine es ya lo que era, y solo sus expositores más grandes (Venecia, Cannes, San Sebastián a su manera...) consiguen sobrevivir sin pasar mucha vergüenza. De ahí que la salvación para Peñíscola es que se ligue de una vez por todas a la figura del Cid, ya que allí rodó Samuel Bronston, echando una mano, de paso, a los esfuerzos de las autoridades alicantinas por reproducir en sus comarcas una especie de camino de Santiago con el famoso Campeador como gancho. Una tarea heroica.

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