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Columna
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Pupilas de agua

El verano llega a Madrid con un perfume de cobalto volteando las esquinas de las urbanizaciones, atravesando los muros de tuyas de los chalets y los polideportivos. Ya están listas las piscinas. Alfombras de luz sobre las que da el primer paso el verano o al menos donde ha quedado la huella de los estíos eufóricos y libres de la infancia.

Cuando éramos pequeños, la apertura de la piscina del barrio era un día de celebración por encima, casi, del final del curso. La jornada anterior contemplábamos cómo se llenaban las grandes balsas de gresite, observábamos el agua caer como la arena de un reloj. Por fin terminaba la época árida y adusta, y el 1 de junio nos sumergíamos en el frío líquido, en un estremecimiento conocido y ansiado que fulminaba el espacio y el tiempo.

Cuando éramos pequeños, la apertura de la piscina del barrio era un día de celebración

El agua es el territorio de los niños. Mientras flotábamos en la zona honda mirábamos con incredulidad a los mayores sentados bajo las sombrillas o conversando sin camiseta en el bar, pero, en cualquier caso, secos. Más adelante, durante la juventud, conquistamos la noche como un territorio propio, pero durante la infancia fue el agua dulce nuestro reducto sagrado, nuestro planeta derretido y feliz.

Desconozco la relación que han mantenido o mantienen los niños de la costa con el mar, incluso con las piscinas. Quizá sus padecimientos y recompensas han estado menos ligados al clima. Pero a los madrileños el verano nos clavaba sus anzuelos mientras jugábamos al fútbol en los descampados, al rescate en el recreo, el sol se posaba sobre nuestra espalda como la bota de un sargento cuando nos arrodillábamos para mover las chapas. El agua era un alivio, un premio, un gran regalo sin envolver.

Las piscinas públicas de la ciudad abrieron hace 10 días, pero de momento no ha hecho buen tiempo para estrenarlas. Cuando cesen las lluvias volverá el gozo del agua horizontal, aunque es cierto que últimamente muchos de nosotros ni quiera las utilizamos. En esta absurda etapa adulta es el mar quien realmente nos proporciona esa dosis de liberación y complacencia que necesitamos al final de la temporada, ansiosos de una catarsis, de sumergirnos en un nuevo escenario, de despojarnos de la rutina enjuta y dioxidocarbónica de Madrid. El mar es un exquisito manjar para los sentidos, pero no supera el disfrute sincero e inconsciente del plato de macarrones con tomate que era la piscina en la infancia.

Aunque ya no hace falta ir. Las piscinas están llenas, relampagueantes en las esquinas de Madrid como los remaches cromados de un Buick y eso es suficientemente consolador. A veces basta con saber que los objetos o los lugares están ahí para recibir su bienestar: una cerveza en la nevera, una reserva en el cine, un buen libro en la mesilla, Orcheta, un piano destapado... Esta ciudad estaría ciega sin las pupilas azules de las piscinas, avejentada sin su aroma de cloro y su enjambre de aullidos infantiles y reflejos.

Hoy la playa no sólo nos aporta evasión y relajo, sino que es un escaparate erótico por el que desfilan cientos de atractivos desconocidos. En la adolescencia la piscina también se cargó de deseo, pero de una concupiscencia mucho más electrificada, y no sólo por la descarga de hormonas, sino porque deseábamos a nuestras amigas y vecinas. Sobre la orilla de cemento tostado tendían sus cuerpos también dorados, cruzados por los fieros colores del biquini. El pelo mojado, oscurecido y abatido sobre sus caras y hombros nos transfiguraba sus rostros, ésos a los que habíamos hablado y tirado un beso en secreto cuando se daban la vuelta en la panadería o el ascensor. Nosotros sobre las toallas ocultábamos nuestras espaldas acribilladas de acné mientras ellas refulgían bellas y renovadas saliendo del agua.

La piscina de la niñez y de la adolescencia quedó allí, en el pasado, en el barrio de nuestros padres donde quizá ya no viva nadie que conozcamos, donde a lo mejor ya ni quiera habitan nuestros padres. Todos tenemos una piscina mítica, puede estar en Madrid o un cámping en San Juan, en un hotel de Atenas o en el chalet de nuestros tíos. Y en aquellas piscinas también se quedaron nuestras aventuras de buceo con los amigos y todas las vecinas que jamás nos devolvieron los besos que les lanzamos al aire y que se llevaron prendidos en el pelo hasta que se dieron el siguiente chapuzón.

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