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Columna
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Un perro campeón

'Lego' era un extraordinario can de pelo crecido de tal manera que, en reposo, no se sabía si iba o venía

Gran número de seres humanos, habiten las ciudades o el campo -si es que queda campo, entre unas y otras urbanizaciones-, tienen o han tenido lo que, con la ridícula bobalización del idioma, llaman mascotas y que antes se reducían al perro, el gato, el canario y, como residuos de la época colonial, quizás un loro, una cacatúa o un papagayo. La iguana y el hámster son posteriores. Entre mis primeros recuerdos infantiles figura la estancia de un tiempo en la casa del tío Sebastián, un próspero camisero instalado en la calle del nombre de su santo, esquina a la de Atocha. De pasada no quiero olvidar que, entre mis primeras lecturas infantiles, puramente fortuitas, figuró la de Los tres mosqueteros, publicada por entregas creo que en El Imparcial. La familia, al parecer, tenía poco en cuenta las recomendaciones del "índice". Antes de levantar el cierre, mientras el aprendiz espolvoreaba y luego barría del suelo el serrín y se ventilaba el local, me tumbaba en el mostrador y me instruía en las aventuras de los espadachines.

Mi tío, además, era propietario de un loro viejo, al que llamaban Patrón, que decía pocas palabras, correspondientes a otros tantos juramentos marineros. No he vuelto a ver de cerca bichos de esa especie. Tuve, en cambio, perros; mi esposa, gatos, y alcanzó cierta fama local el cocodrilo que mantuve durante seis u ocho años en mi despacho y fue a parar al zoológico, entregado por las manos de la gran artista Alaska. Un can notable lo traje de Hungría, tras mi estancia en aquel país como corresponsal. Era un puli, extraordinario animal, cuya raza viene curtida, desde los tiempos de Atila, en el pastoreo de caballos por la interminable llanura que baña el Danubio. Esta inteligente especie, para defenderse de la deslumbradora reverberación solar sobre la nieve, tiene el pelo crecido de tal manera que, en reposo no se sabe si van o vienen, son una masa, más que de pelo, de lana, espesados los mechones por una especie de grasa natural que también les resguarda del frío. Los ojos están siempre protegidos y ven con agudeza a través de la maraña pilosa.

Después de haber sido feliz en aquella ciudad, incluso bajo los bombardeos americanos y soviéticos, mis encantadores paisanos me dejaron, a la vuelta, en el paro, que entonces significaba quedarse sin un céntimo literalmente, nada de pensiones contributivas o no, ni jubilaciones o compensaciones salariales; no se habían inventado aún. Para sobrevivir tuve que malvender el DKW, con carrocería de cartón piedra con el que hice el viaje de regreso, entre otras cosas porque no podía mantenerlo. Pero no me iba a comer el perro, al que mis hijos habían tomado en Madrid un cariño extraordinario. Los expertos conocían de sobra la raza, justamente prestigiosa como una de las mejor dotadas, no sólo en el menester pastoril, sino en el trato con los humanos, la guarda y la defensa. Hablo de él en mi libro Corresponsal en Budapest que, tras casi 60 años, ha reeditado la Fundación Mapfre, y excusen una publicidad que si no la hago yo no la hace nadie.

Hundido en una transitoria miseria recibo la sorprendente llamada de un caballero perteneciente a la junta organizadora de la exposición canina que, en aquellos años cuarenta seguía celebrándose en el Retiro. Enterados de la presencia en Madrid de un ejemplar de puli, con su pedigrí en regla me pedían que lo presentara para ser conocido por los amantes de estos compañeros. Contesté que mi situación en aquellos momentos era de sumas ocupaciones y no disponía de tiempo ni de personas que lo llevaran y trajeran, además de confesar que los previsibles gastos de inscripción quedaban fuera de mis planes económicos.

Todo fueron facilidades. La presentación corría por cuenta de ellos, en este caso, y ponían a mi disposición un recinto, comprobable en todo momento, donde residiría el animal durante los días del evento. Por supuesto que todos los de casa íbamos a verle y le paseábamos, cuando estaba permitido, de una correa nueva que nos facilitaron. Estuvo a punto de acostumbrarse a la curiosidad y admiración que provocaba y llegó el día de la clausura y entrega de premios. He pensado alguna vez si el Estado me compensaría, aunque fuera a título honorífico, del mal trato recibido por la dictadura franquista, en aquella ocasión. A mi espléndido Lego -era su nombre- le concedieron una ridícula copa que anduvo rodando por las estanterías. El primer premio, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, se lo llevó la señora duquesa del Infantado, por una o dos derivaciones de chihuahuas, repugnantes a nuestro juicio. La ganadora mantenía estrecha relación amistosa con la esposa del dictador y creo que trincaba el trofeo en todas o casi todas las ediciones. ¿Para eso habíamos muerto un millón de españoles?, como dije en otra ocasión.

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