27 años, 8 meses, 14 días
Durante 10 años visitó diferentes cárceles de México. Llevaba una pequeña grabadora y su cámara fotográfica, que solamente sacaba cuando pensaba que era el momento adecuado de hacer la foto o levantar un testimonio; si no, únicamente escuchaba la historia de aquellas mujeres que aún purgan condenas por haber asesinado a sus parejas.
"Yo no me arrepiento de haber matado a ese güey. Se pasó de verga... Él era mujeriego, drogadicto, me hacía menos... hasta llegué a vender droga para darle los lujos que él quería...Yo lo amaba, pero le tenía miedo", es la confesión de una de las ocho mujeres que narraron a la fotógrafa mexicana Vida Yovanovich los calvarios que soportaban cuando, antes de ser encarceladas, vivían presas por sus maltratadores.
Yovanovich levanta una fotografía de tamaño natural y la posa sobre la pared. Remueve una pequeña huella de cinta adhesiva. Supervisa las luces. Pide a los técnicos que den más sombras en un lugar e iluminen otro. Dispone el sitio de la instalación de audio y foto en movimiento. Un técnico le sugiere: "Habrá que elevar más las imágenes, aquí viene mucho alemán, así las verán mejor". La artista asiente y echa un último vistazo al conjunto de las fotografías que expone del 29 de mayo al 31 de agosto en el Palau de la Virreina con el título 27 años, 8 meses, 14 días.
Ahí están esos rostros en blanco y negro que miran a la cámara, enclaustrados en celdas húmedas y pequeñas, cuyas paredes resquebrajadas sostienen recuerdos de la vida exterior: el vestidito de una hija o el retrato de un familiar, porque, a diferencia de los hombres reclusos, "las mujeres son abandonadas por la familia y nadie las va a visitar", dice Yovanovich, quien tuvo que esperar hasta cinco años para lograr el acceso a ciertas prisiones, y cuando lo obtuvo, se adentró en la intimidad de cada una de ellas. La mayoría, mujeres campesinas y analfabetas o indígenas que apenas entendían el castellano. Le contaron sus dramas, siempre recurrentes, cuando el padrastro, el tío o el padre llegaba ebrio para abusar sexualmente de ellas, y al huir del núcleo familiar, se juntaron con parejas que les maltrataban hasta el cansancio. Sólo así se entiende la crudeza de los testimonios que se oyen en sus propias voces, "hasta no verlo bien muerto, no dejé de darle".
"Muchas llegaron a tal punto de hartazgo que los mataron para salvarse de la muerte y lo hicieron sin meditarlo. Cuando escuchaba sus relatos yo pensaba: '¡Cómo no lo mató antes!'. Y te das cuenta de lo frágil que es la línea divisoria entre las que estamos fuera y las que están dentro de la cárcel, porque el hombre ejerce en las mujeres de todo el mundo un poder tremendo", me cuenta Vida, y señala la fotografía de una mujer: "Mira, ella estuvo 17 años presa, ya está libre y le admiro sus ganas de salir adelante".
Hay en sus rostros odio y resignación, porque la cárcel provoca los dos estados, y como único reducto de salvación se descubren los símbolos religiosos: la Virgen de Guadalupe y la Santa Muerte, esta última una figura de reciente aparición en México cuyo polémico origen se asoció a delincuentes y narcotraficantes, que se encomendaban a ella para pedir protección, y aunque el culto se ha extendido a otros ámbitos de la población, en las cárceles mexicanas es la que manda.
Vida pregunta dónde comprar velas. Da las últimas instrucciones antes de la inauguración y salimos por la puerta trasera de la Virreina a tomar un café.
-¿Cómo dices que se llama este barrio?
-El Raval. Antes Barrio Chino.
No lleva su cámara fotográfica, pero sus ojos van capturando esas imágenes urbanas tan diferentes a las de Ciudad de México. Se detiene en una tienda de telas paquistaní. "¡Qué bonito! ¡Mira los colores!". Se gira asombrada y observa a las jóvenes vestidas con sari: "¿Viste esas mujeres?".
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