Sexo en Nueva York
La esperadísima película de la serie de televisión conocida en Estados Unidos como Sex and the City recibió ayer en el New York Times la crítica más devastadora que recuerdo haber leído nunca. "Un tropiezo terrible", "deprimente", "desesperante", "sin sorpresas" y "el tamaño sí importa: es aburridamente larga". Las chicas de la serie, tan chispeantes ellas, se han convertido, para la periodista que escribió la crítica, en unas señoras pesadas.
Lo único que quizá salve a la película, se me ocurre, es que haya logrado reflejar una triste realidad neoyorquina. Llevo una semana en la ciudad y no dejo de oír lo mismo: que hay una abundancia de mujeres solteras en busca de hombres, desesperadas ante la probabilidad de acabar la vida solas y amargadas. Como una tía mía que lleva 50 años aquí y hoy vive en una residencia de ancianos, sin familia a la vista. No se casó ni tuvo hijos (aunque entiendo que no careció de posibilidades), pero, eso sí, tuvo un éxito descomunal en su carrera. Empezó de enfermera y acabó siendo directora de un hospital, con 800 personas bajo su mando.
No lo habría logrado sin ayuda del movimiento feminista que comenzó en los años 1960, cuando ella tenía unos 40 años. Dudo que haya habido en la historia una revolución que haya tenido más impacto sobre la vida real de más gente que la de la mujer. Y como es tan reciente, y atenta contra tantos hábitos mentales y emocionales acumulados durante milenios en nuestro ADN, muchos andamos estos días bastante descolocados. Las mujeres ya no saben si su prioridad debería de ser familia e hijos o carrera; los hombres no saben si quieren de compañera a la clásica mujercilla o a una campeona del mundo laboral. Las reglas estaban todas escritas hasta los años 1960, pero desde entonces estamos todos solos, tanteando a ciegas, intentando inventarnos cada uno nuestra fórmula individual.
Esto puede tener su gracia, como la tuvo Sex and the City, pero también se puede volver un agobio y una pesadez.
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