La Unión Monetaria venció al escepticismo
Se cumplen diez años de la decisión de transición a la fase final de la Unión Monetaria de Europa, iniciada formalmente el 1 de enero de 1999 con el lanzamiento de la moneda única. Entre otros aspectos esenciales, en aquel primer fin semana de mayo de 1998 se anunciaron los 11 países que habían superado ese examen de selectividad que constituían las condiciones de convergencia nominal para acceder al euro. España estaba entre ellos. Es un periodo suficiente para que sea relevante el balance de esa singular operación, tanto en términos generales como en sus efectos sobre la economía española.
La propia posibilidad de realizar esa evaluación ya es un indicador de éxito, especialmente si la referencia de contraste son los adversos y prematuros desenlaces que anticipaban algunos académicos y políticos, a uno y otro lado del Atlántico. No les faltaban razones a los más escépticos para desconfiar de la ambición con que se diseñaba la integración monetaria de un amplio grupo de Estados que, sin ceder soberanía en otros ámbitos, lo harían con la disposición de moneda propia. Renunciaban, por tanto, a que sus respectivos bancos centrales dispusieran de esa autonomía frente a sus Gobiernos (en algunos casos recién alcanzada) para formular una política monetaria nacional, ajustada a sus propias necesidades. El escepticismo también se hacía valer a la hora de enfrentar las exigencias de esta operación con las que la literatura académica mantenía como referencia: las asociadas a la conformación de áreas monetarias óptimas. Europa no las satisfacía, y era únicamente la voluntad de algunos políticos europeos -Kohl, Mitterrand y González, de forma destacada- la que parecía perseguir ese propósito de que el perfeccionamiento de la dinámica de integración, política y desde luego económica, de Europa, contara con una moneda única, tal como la concibió el primer ministro luxemburgués, Pierre Werner, en 1969. No trataban de conseguir únicamente las ganancias de eficiencia que se presumían asociadas a la fijación irrevocable de los tipos de cambio en economías que ya estaban altamente integradas comercialmente, sino alejar cualquier riesgo de involución en esa más amplia y cada día más reforzada dinámica de cooperación intracomunitaria.
El BCE debe proporcionar a los bancos de la eurozona la liquidez suficiente para normalizar los mercados de crédito
Junto a divergencias nominales y reales manifiestas entre las economías aspirantes, la insuficiente movilidad intrarregional de los factores o la ausencia de una política fiscal y presupuestaria común (el presupuesto comunitario sigue siendo hoy poco más que testimonial) eran algunas de las razones económicas en las que se fundamentaba la desconfianza. Se trataba, en suma, de una operación de ingeniería esencialmente política, diseñada al margen de los economistas y sujeta a una dilatada y compleja programación, en la que las condiciones de acceso (en términos de inflación y finanzas públicas, fundamentalmente) evaluaban la convergencia nominal de las economías, con una especificación cuantitativa y temporal arbitraria; eran exigencias de homologación con la estabilidad alemana, pero en modo alguno garantes de la viabilidad de la unificación monetaria. Habían sido concebidas como selectivas barreras de entrada que evitaran la contaminación inicial del proyecto por aquellas economías sin la suficiente tradición de estabilidad y buena administración financiera.
Incluso los más confiados europeístas presenciaron el inicio de esa operación con cierto vértigo. Tanto más acusado cuanto menos cómplice devino el comportamiento de las principales economías europeas a finales de los noventa. La otra singular operación, la de reunificación alemana, sujeta a unas condiciones que también desafiaron la ortodoxia económica, no facilitó la disposición de un entorno propicio, en todo caso bien distinto al que pudo prever el Consejo Europeo que decidió el inicio de la primera fase del proceso de unificación monetaria, el 1 de julio de 1990.
Con todo, uno de los más emblemáticos elementos de contraste frente al escepticismo de entonces lo aporta hoy el papel alcanzado por el euro como segunda moneda global y las presunciones acerca de un eventual desplazamiento del papel hegemónico del dólar estadounidense como moneda vehicular y activo de reserva. Pero más significativa que esa más o menos circunstancial competencia monetaria, el acierto de la unificación monetaria hay que valorarlo en términos de la mayor integración comercial y financiera conseguida, y de la contención de las expectativas inflacionistas en la eurozona. A ello no ha sido ajena la credibilidad alcanzada por la principal institución resultante de la integración, el Banco Central Europeo (BCE), concebido a imagen y semejanza del respetado Bundesbank. El desempleo no sólo no ha sido el fatal corolario de la integración, sino que en el conjunto de la eurozona ha crecido el empleo a un ritmo superior al de años precedentes y, desde luego, al registrado en Estados Unidos en esa década.
A esos favorables registros ha contribuido de forma significativa la economía española, una de las más beneficiadas de esa operación. Desde meses antes de la transición a la fase final, la mera presunción de que estaría entre las seleccionadas redujo su prima de riesgo, equiparando gradualmente sus tipos de interés con los vigentes en las economías más estables. Ese abaratamiento del dinero, junto a un tipo de cambio favorable en el momento de la desaparición de la peseta, han sido en gran medida los responsables de la dilatada fase de expansión que ha experimentado nuestra economía. Los agentes españoles, con sus distintos Gobiernos a la cabeza, asumieron esa senda de convergencia nominal como la principal guía de la política económica. La más difícil convergencia en los ritmos de crecimiento de la inflación ha estado compensada por el mayor saneamiento de las finanzas públicas, reflejado en uno de los mayores superávit y uno de los más reducidos niveles de deuda pública. Todo ello consecuente con uno de los ritmos de crecimiento económico y del empleo más intensos y sostenidos a lo largo de estos diez años. La contrapartida más adversa es ese déficit en la balanza de pagos por cuenta corriente en el entorno del 10% del PIB que, en efecto, hoy podría verse circunstancialmente aliviado si dispusiéramos de la peseta y de capacidad para manipular su tipo de cambio. Aun cuando así fuera, la restauración de la capacidad competitiva de nuestra economía exigiría igual que ahora alteraciones en un patrón de crecimiento que no es el propio de las economías más avanzadas.
La merecida celebración de este décimo aniversario está empañada por las amenazas que la crisis crediticia global proyecta sobre algunas economías de la eurozona, incluida la que hasta ahora constituía ese caso de éxito de la unificación, la española. No es la primera crisis financiera que ha de sortear la unión monetaria, pero sí es la que en mayor medida pondrá a prueba la capacidad del BCE para compatibilizar la satisfacción de su misión antiinflacionista con la necesaria flexibilidad en la disposición de unas condiciones de financiación que no ahoguen las posibilidades de crecimiento. No es la hora de reclamar reducciones inmediatas en los tipos de interés, pero sí lo es para suministrar, en igualdad de condiciones a las aplicadas por otros bancos centrales (el de Inglaterra sin ir más lejos), el acceso de las entidades bancarias de la eurozona a facilidades de liquidez en cuantía y plazos suficientes para normalizar el funcionamiento de los mercados de crédito. En el aniversario del lanzamiento del euro, el próximo enero, el clima económico en la eurozona no será precisamente el mejor del periodo, pero peor sería que la principal institución común, el BCE, hubiera mermado su predicamento por no poner los medios a su alcance para evitar males peores a los hoy conocidos: que una crisis de confianza derive en problemas de solvencia de entidades bancarias de la eurozona.
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