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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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'Spider'

1 - Spider, de David Cronenberg llegó ayer alquilada a casa poco después de que despertara de una siesta en la que me había visto acercándome a la linde de un bosque de la Costa Brava arrasado en una noche huracanada de finales de los sesenta. Hallándome en la linde de ese bosque, se oscureció de pronto el cielo y se levantó un viento que, por encima de la superficie de tierra abrasada, sopló el polvo formando, primero remolinos, y luego inesperadas telas de araña que fueron componiendo un tenaz y obsesivo poema geométrico en mi mente. Lo único agradable de todo aquello fue el momento del despertar, es decir, cuando comprendí que había escapado de la noche huracanada y de las telas de araña que parecían de hierro (aún no sabía que éstas, con otras formas, reaparecerían minutos más tarde) y vi que alguien había introducido en casa Spider, la única película que no había visto de Cronenberg, uno de los últimos supervivientes de aquello que en cierta ocasión se llamara cine de autor.

Viniendo como venía del bosque arrasado, me adentré en Spider pensando que el butacón de casa y la pantalla sólo podían relajarme. Pero esa película no fue precisamente ideada para el sosiego, al menos del alma. Ambientada en un lúgubre e inhóspito East End londinense, la historia procede de una novela de Patrick McGrath, a primera vista difícil de adaptar al cine por su estructura básicamente mental. Pero Cronenberg parece hallarse en su atmósfera preferida y va contando, con la obligada crudeza que requiere el caso, el mísero entramado mental de un desequilibrado y frágil joven encarnado por Ralf Fiennes. A medida que avanza la inmóvil acción, vamos viendo la vida tal como la registra y captura el protagonista: una vida horrible y criminal, pavorosamente escasa, propia de la gran tristeza moderna. Yo creo que, al ver el mundo así, con el lente descentrado del protagonista, Spider se inscribe en el camino abierto en 1964 por Deserto rosso, de Antonioni, centrada en el alma de una joven -que interpreta Mónica Vitti- desconectada angustiosamente de su mundo de cada día.

2 - Al igual que en Deserto rosso, rodada en una deshumanizada Ravena, las escenas de Spider nos llegan filtradas por la frágil sensibilidad del protagonista, al que percibimos, desde el primer momento, desconectado también del mundo que le rodea. Es un joven gris y de cara inexpresiva, mente vidriosa y voluble, destrozado por la vida. Lleva una maleta con objetos inútiles, y entre ellos un pequeño diario donde escribe, con letra minúscula y melancolía moderna, los extraños jeroglíficos de su maraña mental, a veces sólo unos hilos procedentes de las tarántulas de su cerebro, unas arañas que hasta se hacen visibles en la película -con mi natural horror y sorpresa tras la pesadilla reciente- por obra y arte de Cronenberg. Para el lector de Robert Walser no resulta difícil, viendo la introvertida y microscópica caligrafía del frágil joven, pensar en aquellos días en los que, antes de entrar en el primer manicomio, la letra del autor de Jacob von Gunten se fue haciendo cada vez más pequeña en su idea obsesiva de desaparición y eclipse.

Las obsesiones están también en toda la obra del novelista Patrick McGrath, un autor que privilegia la interiorización de estados mentales extremos y el discurso de la locura a través de textos engañosos que adquieren a menudo la forma de confesiones alucinadas. Tal es el caso de su novela Spider, donde nos adentramos en la caligrafía del joven que deja el manicomio y se dirige a un lugar más suave, a un hospicio o instituto de ayuda psiquiátrica de Londres, situado en el mismo barrio, casualmente, donde transcurrió su niñez, lo que le hará trágicamente recordarla. Aunque tal vez no haya tanta casualidad en esa coincidencia, y lo que quiera decírsenos es que nuestra enmarañada vida mental no se aleja nunca del barrio de la infancia.

3 - En el hospicio para extraviados de baja intensidad, el frágil joven visualizará la relación maravillosa que tenía de niño con su madre y el trato conflictivo con su padre, al que cree asesino de su madre. Todo ese viaje mental, tanto en la novela como en la película, gira en torno a la obsesión del pobre desequilibrado por ir al encuentro de su propia identidad: conflictiva, voluble, muy incierta. Si la obsesión es el eje central de todas las novelas de Patrick McGrath, la presencia abrumadora del pasado en el inestable presente es la obsesión de Cronenberg en todas sus películas. De esa combinación de obsesiones surge Spider, una de esas obras de arte terribles que no me atrevería a recomendar a nadie, pero que en mi fuero interno, movido por mi estricto gusto personal, sé que es una de las películas que más me han interesado de todas las que he visto en mi vida. Porque abre caminos, porque se inscribe en una tradición -la ilustración de la tristeza y de la incomunicación con un mundo inhóspito- inaugurada en su día por Antonioni y ahogada mil veces por los nefastos productores del sentido común.

Al final, el mundo inhóspito del joven calígrafo de Spider nos resulta menos envidiable incluso que una siesta en la que arañas de hierro y geografías de bosques calcinados nos taladraran la mente. Ahora bien, la experiencia de haber sido abducidos por los mecanismos mentales de esa pobre alma (experiencia común a casi todos nosotros, no nos engañemos: la vida no deja de ser horrible y pavorosamente escasa) no sólo permanece mucho más allá de finalizada la película, sino que, además, nos deja abandonados en deriva extraña por el peligroso barrio infantil que hay en los límites de nuestro cerebro, allí donde todos podemos un día perdernos. ¿Queda todavía alguien en este mundo que recuerde a Mónica Vitti en Deserto rosso diciendo "Me hacen daño los cabellos"?

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