España
Desfilan cada noche por los informativos y se han convertido, es cierto, en una pesadez: Rajoy, Aguirre, Gallardón y la extensa retahíla de barones, con su bronca cotidiana. Sabíamos desde el principio que la suya no era exactamente una batalla de ideas: los partidos en crisis son volátiles, y no conviene jugar con ese material tan explosivo, las ideas, en situaciones de zozobra. Como en cualquier partido, como ocurrió también en el PSOE, cuando se discute el liderazgo se discute solamente eso, quién manda. Que ya es mucho. Lo otro viene luego.
No comparto el cinismo de algunos sobre la marejada interna del PP. Creo que están obligados a enfrentarse a una gran encrucijada ideológica, referida a la idea de España. La Constitución establece un sistema autonómico (que podría llamarse federalista sin grandes problemas), y no me imagino a ninguno de los dos grandes partidos, PSOE y PP, discutiendo en lo esencial ese pacto de la transición. Comprendo, sin embargo, la incomodidad de millones de personas ante las fuerzas, diversas y abundantes, que intentan alcanzar, paso a paso, una situación distinta y distante. El nacionalismo español ha cargado con la sombra del franquismo y durante años prefirió callar, o rezongar en voz baja. Eso se acabó con Aznar. No me gustan los nacionalismos, ninguno; salvo que recurran a la violencia, sea brutal o insidiosa, no me parece peor uno que otro.
Resulta normal que una gran parte del PP, la más emotiva, o la menos posibilista, sienta repelencia hacia los otros nacionalismos. No sólo es legítimo: es honesto. Se pelean por el mismo juguete. El problema, para el PP, consiste en que apostar por una cierta idea de España, centralista hasta donde permita la Constitución, sale caro en términos políticos. Es jugar al todo o nada: o la mayoría absoluta, o la miseria de la oposición endémica. Sospecho que, llegado un punto, dado que la elasticidad del sistema no es ilimitada, una parte de la población estaría dispuesta a apostar.
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