La crisis del Partido Popular
Cuestiones de liderazgo, ideología, estrategia, táctica, representación y gestión se entremezclan en la tormenta en el seno del PP desde 1989. Contra Rajoy se alzan los partidarios de la rigidez y el esencialismo
El PP está atravesando una grave crisis, la más grave desde su nacimiento como tal -a través de la refundación de AP- en 1989. Una crisis de esta hondura en un partido que acaba de obtener el 40% de los votos, que tiene el 44% de los escaños del Congreso y el 47% de los del Senado, no es una crisis que afecte sólo al partido que la experimenta, sino que sus consecuencias son sistémicas, afectan al sistema de representación política, al funcionamiento de la dinámica Gobierno-Oposición y, por tanto, a uno de los equilibrios básicos de ese sistema.
Definir esta crisis tiene algunas complicaciones. Sus protagonistas -internos y externos- la describen en términos distintos: se habla de crisis de liderazgo, de crisis ideológica, de crisis estratégica, de crisis de representación o de crisis de gestión política. Todas esas dimensiones están presentes, pero, a efectos analíticos, importa fijar el papel de cada una de ellas.
¿En virtud de qué principio puede alguien aceptar que su liderazgo es peor que la nada?
En el Rajoy poselectoral no hay ningún cambio sustancial de valores ni de posición política
La crisis de liderazgo es, probablemente, la dimensión más obvia, aunque su forma de presentarse registra una insólita asimetría. Porque lo que emerge no es tanto la confrontación de dos o más liderazgos alternativos cuanto la oposición a que el actual líder aspire a renovarlo. A estas alturas, ningún potencial candidato alternativo al actual presidente del PP ha dado no ya el paso decisivo de proclamar esa condición, sino siquiera su decisión firme en tal sentido. Inevitablemente, esto trae consigo un tipo de enfrentamiento interno de muy difícil gestión. ¿Por qué? Porque el razonamiento implícito que sostienen los críticos frente al actual equipo es algo inasumible no ya para Mariano Rajoy, sino para cualquiera en su posición: ¿en virtud de qué principio puede alguien aceptar que su liderazgo es peor que la nada? ¿Sería responsable renunciar a la aspiración de renovar el liderazgo si nadie se manifiesta dispuesto a asumirlo? ¿Cumpliría sus obligaciones con los votantes y militantes dejando el campo abierto a una batalla electoral interna para la que no existen contendientes conocidos?
Es cierto que, en determinadas situaciones, algunos dirigentes han seguido el camino que ahora los críticos reclaman a Rajoy. Es lo que hizo Almunia impromptu en la noche electoral de 2000 o, de forma más sosegada, Felipe González en 1996. Pero el primero venía de sufrir una humillante derrota electoral y el segundo, aunque había sido derrotado de forma mucho más honrosa, entendió -muy razonablemente- que tras 14 años como presidente del Gobierno su ciclo activo en la política española estaba cumplido. Ninguna de esas circunstancias concurre en el caso de Rajoy: aunque ha perdido las elecciones, lo ha hecho mejorando sensiblemente los anteriores registros del partido y no se advierte razón de peso para que no lo intente de nuevo. El argumento de los críticos a este respecto es particularmente especioso: si el hecho de haber sido derrotado dos veces excluye una tercera oportunidad, ni González ni Aznar hubieran llegado a presidir el Gobierno de España.
La dimensión ideológica ha sido reclamada de forma abierta por Esperanza Aguirre en su conocido discurso del No me resigno, pero, dicho sea de la forma más neutra, no se encuentra en ese texto, ni en posteriores aportaciones suyas o de sus próximos, un fundamento claro para una disputa de ese género: Aguirre reclama menos complejos frente a la izquierda y una deriva política más decididamente liberal, pretensiones ambas plenamente legítimas, pero de carácter más bien gaseoso en el cuadro de situación actual y que, en su caso, deberían sustanciarse en el debate estratégico interno, dado que tienen obvias contraindicaciones electorales. El PP se define ideológicamente en términos sincréticos como "centro reformista" nutrido de los aportes conservadores, liberales, democristianos y centristas, y esa anchura de campo parece recomendable para un partido que recoge la práctica totalidad del voto a la derecha del PSOE. Está por demostrar que una definición ideológica más nítida y estrecha (y, sobre todo, una práctica política congruente con esa definición) tuviera mejor rendimiento electoral que el compromiso de amplio espectro que ahora define al partido.
Y, hablando de espectros, es en la dimensión estratégica donde el debate adquiere tintes espectrales. Si he entendido bien, resulta que Rajoy ha experimentado una mutación tras las elecciones y se ha convertido en un socialdemócrata vergonzante, en un criptonacionalista o en ambas cosas a la vez. Es posible, pero, en general, este tipo de argumentos requieren alguna evidencia que los sustente. Yo puedo no haber entendido, pero sí he atendido, y no he encontrado en el comportamiento postelectoral de Rajoy ningún cambio sustancial de valores ni de posición política. Lo único que sí advierto es la declarada voluntad de encontrar los terrenos de acuerdo que demanda la ciudadanía en las cuestiones -señaladamente la lucha antiterrorista- que más imperiosamente requieren de esos acuerdos. Y, claro está, si en lugar de felicitarse por un giro en la política del Gobierno que está siguiendo ahora la hoja de ruta que en vano le reclamó el PP en la legislatura anterior, lo que se hace es criticar el colaboracionismo de Rajoy, lo que se está pidiendo es hacer una política zombi. El esencialismo que algunos propugnan, y por cuya supuesta traición piden cuentas a Rajoy, no tiene que ver con valores políticos, que no creo hayan sido puestos en cuestión, sino con una rigidez estratégica y táctica que puede ser psicológica y moralmente muy confortadora, pero que, desde luego, no es útil para ganar elecciones.
La última dimensión -en la que se mezclan distintos tipos de argumentos, algunos más legítimos que otros- atañe a lo que llamaríamos crisis de representación interna y se refiere a las condiciones calificadas de leoninas que se exigen para presentar una candidatura en el congreso del PP y a la falta de participación de los militantes de base en la elección del candidato a la presidencia del Gobierno. Es preciso reconocer que, en lo primero, hay un punto serio: probablemente exigir el aval del 20% de los compromisarios para poder presentar una candidatura es un requisito desmesurado, propiciador de una deriva oligárquica y excesivamente oneroso para facilitar un contraste de proyectos pluralista y enriquecedor. Pero resulta que buena parte de quienes ahora reclaman que se elimine esa limitación son quienes la impusieron en la discusión de los estatutos en los congresos anteriores. Todos tenemos derecho a cambiar lo que no funciona, pero en este caso, lo razonable es que la eliminación o suavización de esos requisitos se haga respetando la legalidad interna vigente, es decir, mediante una enmienda a los estatutos que se discutan en este congreso y que, por tanto, los cambios si los hubiera, se apliquen al próximo cónclave popular.
Y respecto a las primarias, estamos ante una iniciativa cuyas virtudes no hemos tenido ocasión de comprobar en los partidos europeos (salvo la excepción de David Cameron, que, contra lo que se suele decir, no fue elegido en una primaria como tal, sino en un beauty contest limitado a dos candidatos presentados por el grupo parlamentario). Los dos casos más recientes (Veltroni y Royal) se saldaron con claras derrotas electorales de los mismos. El único precedente español, el de Josep Borrell, ni siquiera llegó a la confrontación electoral. No es por casualidad: es un mecanismo imposible de encajar en el modelo organizativo y en la cultura de participación interna de los partidos europeos.
Sin embargo, por mal planteado que esté, el debate ha producido efectos devastadores sobre el PP, en virtud de la regla de oro de la reflexividad de los procesos sociales, que enunciara W. I. Thomas, según la cual "cuando los hombres definen unas situaciones como reales, son reales en sus consecuencias". Éste es el panorama hoy. Algunos han tomado una parte de la teoría de Schumpeter sobre la destrucción creativa y han conseguido un éxito notable en la primera parte, la del derribo. La cuestión está en qué pasa con la creación. Si al final el único candidato es Rajoy, va a tener mucho que desescombrar.
José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Inspire Consultores.
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