El cerdo en el escaparate
Imaginen uno de esos restaurantes que aparecían en las películas de Woody Allen cuando éste aún aseguraba que no podía salir de Manhattan. Imaginen el bullicio gustoso, los camareros recitando los especiales del día, jarrones gigantescos con flores adornando la barra, camareros agitando cocteleras y clientes acercando la carta a una vela diminuta para ver algo. Muy neoyorquino. Cenábamos con un matrimonio americano. Él, intelectual, ensayista. Ella, psicoanalista. Los dos, como esos personajes que salían en las películas de Allen cuando éste aún retrataba el mundo que más conoce. La psicoanalista estaba extremadamente delgada y tenía una cara inconfundiblemente judía, la nariz y la boca adelantadas, dejando los ojos al fondo, redondos, astutos y bien pegados al inicio de la nariz. El rostro de la inteligencia. A mí siempre me dieron mucho miedo los psicoanalistas. Era aparecer un psicoanalista y transformarme en la mujer-orquesta de los actos fallidos y los tics, temiendo que descubrieran esa tara mental que todos tenemos dentro. Hoy, que algunos fundamentos de su disciplina están en entredicho y que Allen cambió a su psicoanalista por la serotonina, les tengo menos miedo, pero algo queda. La psicoanalista pidió una chuleta de cerdo que más bien parecía de brontosaurio. Fascinante. Era como en uno de esos documentales sobre serpientes que comen ciervos enteros y podemos ver el relieve del pobre Bambi avanzando bajo la piel húmeda del reptil. Yo observaba, con curiosidad de zoóloga, cómo los pedazos de carne ensangrentada iban entrando en esa boca en la que cabía un gorrino entero. Lo más grande vino al final, cuando en el plato sólo quedaba el hueso. La mujer-serpiente se acarició el abdomen y proclamó, no sin antes expulsar el consabido provechito: "Me he puesto como una cerda". Éste es el país de la naturalidad, y la alta cultura es compatible con esta frase, que en inglés suena mucho más fino. Aquí, el cerdo tiene algo de animal sagrado. Se le respeta como persona y no se abusa de su nombre utilizándolo como insulto. Muchos restaurantes tienen un cerdito colgando en su marquesina como símbolo de autenticidad, de buena comida sin tonterías. Pero siempre hay una vuelta de tuerca: esta semana, en la portada del TimeOut aparecen las cuatro petardas de Sexo en Nueva York con la boca tapada y una súplica de la revista: "Basta ya, hemos tenido suficiente". Debajo, una serie de recomendaciones para que te pongas como un cerdo (literalmente) en esos lugares que no frecuentaría Carrie Bradshaw. En estos tiempos de recesión económica en los que se están cerrando los locales más auténticos de Manhattan porque sus dueños no pueden hacer frente a los alquileres y se imponen esos locales pijos que se están comiendo el viejo Nueva York, la filosofía Carrie suena insoportable. Como contrapunto, vuelve el cerdo. El cerdo entero. "Desde el morro hasta el rabo", en la revista dan cuenta de los mejores sitios para que las ex heroínas de Woody Allen se pongan como cerdas. Eso me hace recordar lo que declaró hace años un empresario catalán que acababa de implantarse en Madrid (al que le ha ido muy bien, por cierto): "Tenemos que cambiar la imagen de esta ciudad, modernizarla, desterrar de una vez por todas esos escaparates del cerdito con gafas". Oh, Dios mío, la moda es vengativa: el cerdo vuelve. Muere Carrie y regresa el cerdo en toda la extensión de su anatomía. Tal vez nuestros ojos, cansados de tanto exceso de diseño y experimentos culinarios, vean algún día que el cerdo, en estos días troceado hasta hacer irreconocible su simpática anatomía, reaparece en el escaparate, con sus gafas, con su puro, con su pañuelo de chulapo. Alguien debería decirle a Gallardón que proteja, igual que hace con Rajoy, esas casas de comida de Atocha que son patrimonio histórico de mi querido Madrid paleto, las únicas que resistieron el azote de la época "diseñas o trabajas" y que mantuvieron al cerdito en la ventana. Pero no quisiera que toda esta disquisición se interpretara como una falta de respeto al animal. Al contrario, lo venero y le deseo la mejor vida antes de comérmelo, convencida como estoy de que no hay cerdo más sabroso que el cerdo que fue feliz. En todo caso, si todos los cerdos fueran indultados como Babe, ¿qué sería de nuestra civilización? Tampoco quisiera que se entendiera que desconfío del cine de Woody Allen hecho en Europa, aunque visto el artículo insultante que le dedicaba The Guardian esta semana, parece que se ha abierto la veda para meterse con el pobre Woody, que, como pase más años en Europa, se dará cuenta de que podemos ser tan malos como sus compatriotas. Puedo imaginar a Mia Farrow leyendo esa pieza llena de bilis sobre su ex marido y saboreándola: "Every pig will have its Saint Martin's Day coming" ("A cada cerdo le llega su sanmartín"). Y por último, pero no menos importante, lejos de mí la intención de criticar la cocina creativa española, que, combinando sabiamente creatividad y tradición, ha colocado a nuestro país en el lugar que se merece y blablablá. No puedo estar más de acuerdo, sobre todo, si me imagino a esos ochocientos cocineros afilando sus cuchillos. Sólo pregunto, sólo: ¿era necesario un manifiesto?
Aquí, el cerdo tiene algo de animal sagrado. No se abusa de su nombre utilizándolo como insulto
En todo caso, si todos los cerdos fueran indultados como Babe, ¿qué sería de nuestra civilización?
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