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Columna
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Un té en el Sáhara

En noviembre de 1975, como colofón a todas las miserias de un régimen que agonizaba, España entregó el Sáhara a Marruecos, en uno de los episodios más vergonzosos de la historia colonial. Sin embargo, entre algunos oficiales de aquel ejército, que ya no marchaba por el imperio hacia Dios, planeó por un momento el síndrome de Lawrence de Arabia. Es una historia poco conocida, que fue sepultada por el torbellino político de la transición, pero que quizá conviene recordar.

La mayoría de los mandos destinados en la base del Aaiún abandonó la posición con la cabeza gacha por el papel humillante que se le obligaba a representar cuando el gobierno de Arias Navarro, en lugar de proceder a la independencia prometida a los saharauis, pactó en secreto la entrega de ese territorio a Hassan II. Pero algunos oficiales decidieron irse con las siglas del Frente Polisario pintadas a brochazos sobre el fuselaje de los aviones a modo de homenaje hacia un adversario noble. De éstos, unos pocos prometieron volver. Y lo hicieron. Cambiaron el uniforme por el turbante, el cuartel por la jaima y el español por el idioma de la hassanía que habían aprendido, compartiendo el té del Sáhara. Eran oficiales jóvenes de aviación e infantería destinados en unidades de la Policía Territorial, con ideas democráticas, que habían seguido con interés el proceso de descolonización portugués y la revuelta de los capitanes de abril y que estaban dispuestos a jugarse el tipo y la carrera por mantener la cabeza sobre los hombros. Fueron los últimos románticos.

Se enamoraron de esa tierra de nadie donde sólo mandan los vientos alisios. La recorrieron palmo a palmo bajo un sol inmisericorde. Instruyeron a los saharauis en las más elementales tácticas de defensa. Condujeron personalmente caravanas de material destinado a los campamentos de refugiados y compartieron con ellos el pan ácimo incrustado de arena, el agua parca y la leche de camella. El desierto hizo lo demás, estrechando los lazos que rigen en la arena: el coraje, la consideración por la dignidad de los otros y el respeto a la palabra dada.

Algo similar había sucedido en el ejército británico a principios del siglo pasado, cuando ante el asedio al que los turcos sometían a las tropas inglesas en el actual Irak, el gobierno decidió enviar desde El Cairo a un oficial de La Royal Air Force. Era un tipo flaco que apenas medía un metro sesenta y cinco y no respondía al prototipo del militar convencional, pero tenía olfato para comprender el complejo tablero de Oriente Medio y llegó a interiorizar como nadie la poética del desierto. Cuando el imperio otomano fue derrotado, una multitud aclamante abarrotó las calles de Damasco. Pero los vítores no eran sólo para las tribus beduinas vencedoras, sino para un inglés rubio de 28 años que cabalgaba entre ellos vestido a la manera de los tuaregs, llamado sir Thomas Edward Lawrence, a quien veneraron como un Dios.

Hoy la batalla por la independencia del Sáhara no se libra en las arenas del desierto. Pero alguien en la diplomacia de este país debería recoger el guante dejado por un puñado de oficiales de la estirpe de Lawrence de Arabia que un día apoyaron la palanca de sus estrellas en un campamento nómada, al amparo de una fogata.

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