A otro perro con ese hueso
Hay dos tipos de dramaturgos: los que cuentan y los que muestran. Juan Mayorga oscila, a veces peligrosamente, entre ambos modelos. Para mi gusto, la cumbre de su teatro es Hamelin, donde un protagonista, el juez Montero, tiene un objetivo (averiguar la verdad sobre el caso Rivas) y al final de su indagación descubre una serie de verdades, complejas y perturbadoras, sobre los implicados y sobre sí mismo: no se me ocurre una mejor definición de la forma escénica. En sus textos "narrativos", o lo que yo entiendo por tales, prima el relato. Copito de Nieve o La tortuga de Darwin funcionan porque los monólogos centrales son brillantes, imaginativos, y suelen estar servidos por estupendos actores, pero el conflicto suele ser un añadido de muy escaso interés. Himmelweg, variante intermedia, lastra una trama suculenta (los presos de un campo nazi han de fingirse miembros de una "colonia de recreo" ante un inspector de Cruz Roja) con las redundantes parrafadas del visitante y el jefe nazi, que nos cuentan, vía evocación o monólogo interior, lo que la acción mostrará luego. El María Guerrero presenta estos días su más reciente pieza, La paz perpetua, donde el mecanismo dramático (muy cercano, por cierto, al de El método Grönholm, de Galcerán) acaba asfixiado por el peso de la narración innecesaria y la obviedad manifiesta, siempre, eso sí, al servicio de un "gran tema" (el terrorismo y su represión), lo que parece obligar a un instantáneo acatamiento genuflexo. Premisa: tres perros, Odín, Emmanuel y John-John (antropomorfos, pero perros), aspiran a un único puesto en una unidad antiterrorista, para lo cual habrán de someterse a un ejercicio práctico, un test psicotécnico y una entrevista con el perrazo jefe, el legendario Casius. Se preguntarán ustedes, como me pregunté yo, por qué son perros y no agentes. Es un truco teatral, eso está claro. Pero la metáfora de fondo es un tanto rarita. El único humano de la función dice: "Ya hay máquinas que hacen casi todo nuestro trabajo, pero distinguir entre lo justo y lo injusto sólo puede hacerlo el corazón de un perro". No lo entiendo mucho, pero Mayorga sabrá. Ahí lo dejo, para posterior reflexión. Odín (José Luis Alcobendas) es el personaje más interesante. Un rottweiler callejero, que puede distinguir dos mil tipos de olor. Trabaja en el servicio de Inmigración y detecta clandestinos escondidos. Es un pícaro, un mercenario. Trata de enfrentar a los otros dos, pero con trucos de patio de cole, indignos de su talento (y del de Mayorga). John-John (Julio Cortázar) es un perro de presa cruzado genéticamente y más bruto que un badil: el equivalente de un marine con el cerebro lavado y relavado por la instrucción. Sus acciones son muy previsibles: lo más interesante es cuando narra su adiestramiento. O cuando Casius (Fernando Sansegundo) cuenta por qué está hecho una piltrafa, de modo que la narración sigue ganando por 2-1. Emmanuel (Israel Elejalde) es un pastor alemán. Se llama así porque Kant era el filósofo favorito de su dueña (¿pillan el chiste? Can = Kant). Sobrevivió a peleas clandestinas, fue lazarillo y su ama murió en un atentado, pero, esencialmente, es un maldito coñazo. Mayorga se ve obligado a informarnos, por su boca, de que a) Luis Dóberman creó la raza que lleva su nombre; b) que los griegos llamaban cínicos a los filósofos que imitaban a los perros y, c) que Kant escribió La paz perpetua, donde "el acuerdo universal entre los seres humanos se cumplirá incluso contra su voluntad y usando como medio su discordia" (si se lo perdieron en primero de Filo, éste es su momento). Para desconcertar a John-John, Emmanuel habla (y habla y habla) de la paradoja de Pascal sobre la existencia de Dios. Es un buen acertijo filosófico, pero no me parece la mejor opción dramática para mantener interesado al público. También larga sentencias tan novedosas como la siguiente: "Nada causa tanto dolor como el terrorismo. Es la mayor de las injusticias. Inocentes sacrificados, cuyo único delito era pasar por allí en el momento equivocado". Mayorga recuerda aquí al Buero de La Fundación y La doble historia del doctor Valmy. Grandes temas. Grandes premisas. Y una tonelada de palabrería. O al peor Sartre, el de Las moscas y Muertos sin sepultura. Pensé mucho en esta última durante el tercio final. Porque aquí "se habla" de la tortura. "La cuestión de nuestro tiempo, la que encierra todas las demás", dice de nuevo el enjundioso Mayorga, por boca del Humano (Susi Sánchez), responsable del negociado. La prueba definitiva consiste en atacar (o no) a un presunto terrorista. Emmanuel dice: "Si no respetamos la ley ¿en qué nos distinguiremos de ese hombre? Si le hacemos daño, justificaremos su oscura visión del mundo", etcétera. Parece ser, a) que los amos del cotarro no buscan a un perro cualquiera, sino "a alguien que ame la ley tanto como nosotros la amamos". Pero luego, muy sartreanamente, b) el responsable se alza sobre sus coturnos imaginarios y proclama: "Somos héroes trágicos porque hemos perdido nuestra alma. Alguien ha de mancharse las manos y hacer el trabajo sucio". Bonita contradicción. Y bonita carta trucada, porque en ese caso no necesitan convencidos de su causa, sino simple mano de obra, como siempre se ha hecho. Resumiendo: que para llegar a eso no son necesarias ni tantas pruebas (el McGuffin de la obra) ni tanta filosofía: un sueldecito para por las tardes y arreando. Ni, ya puestos, tampoco cuela el golpe final que le ha añadido José Luis Gómez, y que no revelaré, aunque se huele a varios kilómetros. Gómez ha dirigido la función con su inconfundible estilo: minuciosidad extrema, gran trabajo físico de los actores, y el autoconvencimiento (perceptible en el peso de cada palabra, en las pausas, en los tonos) de que estamos ante una obra muy seria y muy importante, no se nos vaya a olvidar. Aplaudo muy mucho las intenciones de Mayorga, ante el que me he quitado el sombrero a menudo y espero seguir haciéndolo, pero pillo más drama, más emoción y más "dilema moral" en cualquier episodio de 24 que en La paz perpetua. -
El mecanismo dramático (muy cercano al de 'El método Grönholm', de Galcerán) acaba asfixiado por el peso de la narración innecesaria y la obviedad manifiesta
La paz perpetua. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 8 de junio. http://cdn.mcu.es/
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.