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La carrera hacia la Casa Blanca
Columna
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Hillary no se rinde aún

James Carville, el gurú y amigo fiel de los Clinton, famoso por sus frases teñidas de ironía y sarcasmo, lo dijo recientemente: "Reñimos porque somos demócratas". No demócratas genéricamente, sino miembros del Partido Demócrata americano. Y tenía razón. Porque el partido, cuyo tótem es un asno -el de los republicanos, un elefante-, se ha caracterizado por llegar a sus convenciones dividido y a la greña, sin ponerse de acuerdo hasta última hora en la designación del candidato presidencial del partido.

Así ocurrió en 1968, 1972 y 1980 con el resultado que sus nominados entonces -Hubert Humphrey, George McGovern y Jimmy Carter- fueron masacrados electoralmente por Richard Nixon, dos veces, y Ronald Reagan. Hubo un intento en 1972 de poner coto a las guerras fratricidas en el partido e, incluso, se aprobaron unas normas de funcionamiento de las convenciones, que no sirvieron de nada ante el escandaloso intento del heredero de la dinastía Kennedy, Ted, actual senador por Massachusetts, de desbancar como candidato demócrata al entonces presidente Jimmy Carter.

La senadora piensa luchar a muerte hasta la convención de Denver en el mes de agosto
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Como explicaba recientemente en un artículo en el Internacional Herald Tribune la candidata a la vicepresidencia en 1984 Geraldine Ferraro, en la candidatura encabezada por Walter Mondale, en 1982, se crea otra comisión, la comisión Hunt, de la que Ferraro formó parte, que inventa la figura del superdelegado o delegado nato para intentar impedir el cainismo de anteriores convenciones. En efecto, los superdelegados o delegados natos -miembros del Congreso, gobernadores y altos cargos estatales, en total 795- intervienen en 1984 y el ticket Mondale-Ferraro sale proclamado sin oposición.

En las siguientes elecciones presidenciales el partido llega razonablemente unido a las convenciones y así son nominados Michael Dukakis, Bill Clinton, Al Gore y John Kerry. Hasta llegar a la incivil guerra civil actual entre los aspirantes Hillary Clinton y Barack Obama, en la que los superdelegados jugarán el papel más decisivo de su historia si, como se deduce de sus declaraciones tras las primarias del martes en Indiana y Carolina del Norte, la senadora por Nueva York no piensa ni por asomo en tirar la toalla. Todo lo contrario. Piensa luchar a muerte hasta la convención de Denver a finales de agosto. Caiga quien caiga. Aunque sea a costa de quebrar la unidad del partido y propiciar una victoria republicana en noviembre, impensable hace sólo unos meses. Divide y perderás.

Hillary está dispuesta a todo. Ya lo demostró en Arkansas como primera dama del Estado sureño y, después, en la Casa Blanca durante la presidencia de su marido, Bill. La senadora es la historia de una ambición, de una ambición legítima por el poder, aunque para llegar a él emplee métodos muchas veces heterodoxos. Como la creación de los war rooms o gabinetes de guerra para combatir a sus adversarios. Así ocurrió en Little Rock, capital de Arkansas, y en la capital federal durante casos tan notorios como el escándalo inmobiliario de Whitewater, el de Paula Jones, que acusó al entonces gobernador de acoso sexual, y el de Monica Lewinsky. Durante este último llegó incluso a contratar un investigador privado para rebuscar datos negativos en el historial del fiscal especial del caso, Kenneth Starr.

Con su escasa victoria por dos puntos en Indiana, donde, sin embargo, volvió a conquistar el voto blanco, trabajador, femenino y católico, unida a la derrota abultada en Carolina del Norte, Hillary Clinton sabe que, matemáticamente, es imposible que consiga alcanzar a su rival en las seis primarias pendientes. Entre otras cosas, porque el voto de los delegados se asigna de manera proporcional en las primarias demócratas. ¿Objetivo inmediato de la senadora? Convencer a los superdelegados no comprometidos todavía de que Obama no podrá vencer en noviembre sin el voto de los trabajadores blancos, de los católicos y de los mayores, que se han decantado por su candidatura en Estados clave como Ohio, Indiana y Pensilvania. Y, al mismo tiempo, como estrategia paralela, la campaña de la senadora pretende reabrir el debate sobre la validez de las primarias en dos importantes Estados, Michigan y Florida, castigados por la dirección nacional del partido a quedarse sin representación en Denver por haber adelantado por su cuenta las primarias al famoso supermartes en contra de la prohibición específica de esa dirección. Howard Dean, presidente del comité nacional demócrata, se opone frontalmente a una repetición de las primaras.

Pero, en EE UU, afortunadamente las direcciones nacionales son meras oficinas administrativas y recaudadoras de fondos. Los que mandan son los dirigentes políticos electos a nivel federal y estatal. Y en este mundo los argumentos de Hillary Clinton podrían todavía hacer mella. El último capítulo está todavía por escribir.

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