Cara
En el Estado moderno, con su laberinto de fontaneros y cloacas, el ministro del Interior tiene las llaves de las habitaciones secretas. Lo que en un tiempo se llamó el monopolio de la violencia. El modelo sigue siendo Joseph Fouché: masacró en nombre de la Revolución, traicionó a Robespierre, sirvió bajo Napoleón y al fin, después de Waterloo, como servidor fiel de la cosa pública, se puso a las órdenes de Luis XVIII (él, que había votado a favor de la decapitación de su hermano, Luis XVI) para extirpar con el terror reaccionario lo que había sembrado en nombre del terror revolucionario. Como Talleyrand, era un profesional. En el subsector de los "servidores del Estado", Fouché sigue siendo un mito.
Los informativos dieron ayer el paseíllo mediático a otro mito del ramo. Ángel Acebes se despidió de la secretaría general del PP y se pudo dar salida a una necrológica política que empezaba a oler en la nevera. Acebes no era ministro del Interior cuando se legalizó al PCE, o cuando Tejero asaltó el Congreso. Lo era cuando se produjo el peor atentado terrorista en la historia española: un momento crítico. Ahí estuvo, ante las cámaras, abrazado al palo de ETA como quien se abraza al mástil de un barco que se hunde. Las imágenes de archivo suscitaban melancolía: la ira, con el tiempo, degenera en eso.
No será recordado por su papel de aquellos días, sino por el desempeñado más tarde. Ningún funambulista ha logrado lo que Acebes. Sostuvo que a él, como ministro del Interior, la oposición le había montado un golpe de Estado. La oposición, la policía, ETA, Al Qaeda, los mineros, los camellos cercanos y los desiertos lejanos le habían hecho la cama, dijo, sin que él se enterara. A cualquier otro se le habría caído la cara a trozos. Acebes mantuvo la cara en su sitio cuatro años más y, en la pasada noche electoral, recuérdese la escena del balcón de Génova, sus músculos faciales dieron aún para una larga y dramática sonrisa. Qué tío.
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