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Columna
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Para leer en Madrid

Con la Feria del Libro a la vista se le ocurrió al periodista, Carlos Menéndez, director de una revista madrileña, pedir a diversos autores que eligieran una obra de sus preferencias con el fin de leerla en un concreto espacio de Madrid, igualmente escogido por ellos. El propio solicitante ponía en cuestión el sentido de su pretexto, aunque se justificaba con el argumento de que a los destinatarios de su revista les gustan esos juegos. Es posible, no obstante, que existan lectores madrileños a los que les apetezca leer en la calle, incluso quienes hayan elegido un paisaje íntimo de la ciudad para leer. Puede haber lectores de Galdós que deseen plantarse en una corrala galdosiana de las que queden y leer allí a don Benito o que se sienten en las escaleras de San Ginés para leer Misericordia. Como puede haber lectores de La calle de Valverde, de Max Aub, que con el pretexto del escenario nos den la alegría de que vuelven a leer al gran escritor, si se lo permiten las distracciones prostibularias de las cercanías. O que resuciten a la mismísima Rosa Chacel, tan olvidada con las modas, en la creencia de que donde mejor pueden leer Barrio de Maravillas es en Malasaña. O que gusten del Madrid descrito por ese excelente narrador que es Eduardo Zúñiga y se lleven sus relatos a un banco del paseo del Prado.

Puede haber lectores de Galdós que deseen plantarse en una corrala galdosiana

Pero así como el espacio tenía que ser madrileño, en cuanto al libro a elegir el proponente de las respuestas dejaba total libertad al autor-lector. Eso me llevó a dudar por un momento entre decidirme por las ruinas de la casa de Vicente Aleixandre en Velintonia para volver a oír la voz del poeta o comprobar si aún sigue en pie el restaurante de la Dehesa de la Villa, donde un día almorcé con Juan Gil-Albert, para darle un repaso a su obra, o llevarme los versos de Jaime Gil de Biedma a un antro de la noche en el que estuve con el poeta y no ha desaparecido. O acudir a alguna de las tabernas del Madrid de Claudio Rodríguez a rociar con vino la poesía, como antaño. O volver a leer Libro de las alucinaciones en el bar de Atocha donde José Hierro escribía. O acudir a las madrugadas de las subastas del mercado, donde se podía acabar con Ángel González en sus interminables itinerarios nocturnos, para releerlo en alta voz.

Me di cuenta de pronto que todos ellos están muertos y quise optar por los vivos, con lo que de inmediato me alcanzó la curiosidad sobre cuántos participantes en la encuesta habrían elegido a un autor de ahora. Se lo pregunté al director de la revista y con una sonrisa expresiva se negó a darme el dato. Fue entonces cuando recordé los riesgos que cualquier elección de un escritor vivo supone para algunos. Primero, la decepción de otros, igualmente queridos. Segundo, que tal elección se tome por puro compadreo. Y tercero, que desde las capillas literarias existentes quede adscrito el que elige a la cofradía del elegido. Ninguno de estos supuestos tiene más cómica importancia que la que la independencia del afectado quiera darle, ni la selección pasa de ser un juego en este caso, pero la tendencia a actuar de igual manera en selecciones más determinantes puede que se guíe con frecuencia por semejantes reglas.

Por lo que a mí respecta, a pesar de que necesito del silencio de mi propia casa y un concreto lugar de ella para leer con sosiego, no tuve que inventarme el escenario; el escenario me eligió a mí. Obligado por razones de salud a hacer una larga caminata, me vi necesitado de un descanso en la plaza Mayor. Y a sabiendas de que estos descansos se imponen, llevaba un libro de poesía: Vista cansada (Visor), de Luis García Montero. Su lectura estaba ya avanzada y la voz del poeta se reafirmaba en su narratividad más luminosa, en los aspectos más característicos de su sentimentalidad. Un libro de confirmación, más que novedoso, la insistencia del poeta que es fiel a una voz, la suya, una de las más representativas de este tiempo. Pero me hallaba ya en la página 94 cuando la casualidad puso delante de mí el título de uno de sus poemas: Las ciudades. Y me di por aludido en cuanto a lo que vengo diciendo en dos de sus versos: "No sé. La vida es cara / y resultan baratas las falsificaciones". Pero el título siguiente, Madrid, logró tranquilizarme. En el excelente poema, Madrid, el poeta y yo nos encontramos: "Cielos limpios, Madrid, para tu sol de invierno. / Yo me como las eses, pero me siento tuyo...".

Yo, también me las como a veces, pero eso son cosas del plural acento madrileño. "Buenas noches, Madrid, otro whisky con hielo".

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