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Columna
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El largo limbo del PSPV

Por ahora ya son tres, o quizá cuatro si el dirigente de La Ribera, Francisco Signes, se acaba haciendo el ánimo, los precandidatos a la secretaría general del PSPV en el congreso que se celebrará probablemente en el mes de setiembre. No es éste el momento de valorarlos a tenor de sus perfiles políticos y propuestas por cuanto ni están proclamados oficialmente ni es seguro -y más bien lo contrario- que lleguen a disputar en pelotón la recta final del proceso electivo. Aplacemos pues hasta entonces ese juicio, anotando únicamente a este respecto que todos merecen el reconocimiento de su intrepidez a la vista de la ingente tarea que le espera al ganador de la cucaña, más propia de un mesías que de un militante corajudo o temerario.

Parece que nada va a cambiar hasta el otoño, cuando se produzca el parto congresual y se apruebe la nueva estrategia

Tampoco viene al caso reproducir los reiterativos diagnósticos que se vienen formulando desde 1996, tras la pérdida de la Generalitat, acerca de las dolencias orgánicas y anímicas del primer partido de la oposición. Tanto más cuando a falta de harina -cargos, poderío y prebendas- aumentan la mohína, los achaques y la desmotivación. Los análisis, pocos pero acreditados, han sido lúcidos y hasta obvios, pero ya se ha visto cuán ineficaces se han revelado los remedios, en el supuesto de que se haya intentando aplicar rigurosamente alguno. Ante esta impotencia no ha de sorprendernos que desde el mismo seno del partido se hayan puesto los ojos en Madrid con la esperanza de que los más altos dignatarios hiciesen un prodigio y sacasen al PSPV del atasco. La paradoja del caso hubiera sido que desde la capital se atendiese la súplica apadrinando, por ejemplo, a Leire Pajín como redentora del socialismo valenciano. Menudo correctivo.

Y lo grave es que de llegarse a tan infausto extremo no habría razón para rasgarse las vestiduras por el allanamiento de la dócil autonomía del partido, tantos años sumido en el limbo y, últimamente, en la más deprimente dejación, como revela la deserción de las cabezas opositoras en municipios decisivos como Valencia y Alicante. ¿Tan irremplazable era Etelvina Andreu en una dirección general del Estado, o Carmen Alborch en el Senado cuando sus cometidos más útiles estaban en los respectivos escaños municipales para los que fueron elegidas? Pero donde no hay líder ni proyecto cunde el cachondeo, del que es asimismo muestra el incipiente debate acerca del redivivo provincialismo en la organización del comarcalizado partido. ¿No hay asuntos más apremiantes?

Parece evidente que nada va a cambiar hasta el otoño, cuando se produzca el parto congresual y se apruebe la nueva estrategia con dos objetivos prioritarios, que vienen a ser el mismo: recuperar la ilusión de los militantes y la confianza mayoritaria del electorado a fin de constituirse ciertamente en una alternativa real de gobierno. Para ello, este partido, que tan escasa reflexión teórica ha producido a lo largo de estos años de ostracismo en el País Valenciano, deberá resolver el viejo dilema entre recuperar -o reinventar- las credenciales de la socialdemocracia o ceder ante el populismo y situarse con leves maquillajes en la estela del PP. En definitiva, dos opciones dispares que responden al sentimiento bipolar entre derecha e izquierda que de siempre han latido en el seno del socialismo, incluso del indígena, tan apático.

Hasta entonces es previsible que la política del presidente Francisco Camps siga gozando de una oposición desarmada e indulgente, excepción hecha del intermitente acoso parlamentario que por justicia hay que consignar a cargo de los portavoces Ángel Luna, Ana Noguera o -como antes fuera- Andrés Perelló. Un esfuerzo plausible que en su mayor parte se diluye por falta de proyección mediática y nula repercusión en los medios de comunicación públicos, especialmente RTVV, donde no se sabe qué demonios pinta el PSPV en su consejo de administración, al margen de servir de coartada a tan escandalosa manipulación informativa. Algo a este respecto deberían decir los candidatos en liza, escaqueados detrás de las proclamas genéricas o sutiles para auditorios de entendidos y, desde luego, nada autocríticas, lo que no es un indicio de progresismo, precisamente. Pero queda todavía tiempo por delante para enmendar el discurso y practicar la contrición antes de acometer el enésimo proyecto de renovación.

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