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Columna
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Castillos en el aire

"He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con sus ruinas", escribió Jules Renard el día 2 de junio de 1890. Todo su diario está lleno de chispazos como este. Para él tocar una frase era como tocar un arma de fuego. Y es que a veces la escritura se convierte en una búsqueda febril de lo que no nos sucede en la vida. Son muchas las personas que eligen esta forma de elevación sin necesidad de ser poetas ni seres privilegiados. Porque leer también es una manera de levantar con palabras un castillo en el aire donde poder vivir.

Si a media mañana una va paseando entre las casetas de la Fira del Llibre, en esa especie de campamento comanche levantado en los jardines de Viveros, es como si en realidad caminara por una ficción, porque está deambulando entre itinerarios de novelas. En uno de uno de esos caminos podemos encontrarnos con Nabokov condenado en su propio infierno ante la visión de la axila de una pelirroja en el metro, o podemos llegar a Nueva York y entrar en un local de baile para conocer a un muchacho irlandés que intenta que le sirvan un trago falseando su edad, y podemos incluso pasar por la carretera de Sintra en un Chevrolet mientras una niña que sueña con príncipes nos envía un beso volado, como en el poema de Pessoa.

A veces la escritura se convierte en una búsqueda de lo que nos sucede en la vida
Nadie podrá explicar por qué esos libros han llegado a ser nuestro tesoro más preciado

Hay algo profundamente democrático en ese batiburrillo de títulos en el que se mezclan los autores vivos con los clásicos, las novedades de última hora con obras de otras temporadas, los best-sellers y sus juegos del ángel, con títulos de culto, las editoriales grandes y las pequeñas. Un desorden vibrante y lleno de misterio que tiene también algo de ofrecimiento sensual, porque los libros se dejan al alcance de la mano para que puedan ser tocados y acariciados por todo aquel que quiera demorarse entre sus páginas: Corazón de tango, Mira si yo te querré, No digas que fue un sueño...

Hay una edad en que el efecto de la lectura sobre la imaginación solo es comparable al de un amor reciente. Deambular entre los puestos de libros es un ritual que tiene que ver con el deseo y la curiosidad, que son los fundamentos de cualquier gran pasión. Y las pasiones son para vivirlas. Del mismo modo que no se puede racionalizar el amor, tampoco se puede explicar por qué algunos libros se han convertido en el patrimonio más preciado de la humanidad. Ya me dirán ustedes qué puede haber de ejemplarizante en un lector autista y lírico de novelas de caballería que va por el mundo confundiendo molinos con gigantes, o en un hombre que se despierta una mañana transformado en un escarabajo o en un niño consentido y mal criado que un día pone el canon literario patas arriba porque su madre no acude a darle un beso de buenas noches. Nadie en su sano juicio podría explicar por qué esos libros han llegado a ser nuestro tesoro más preciado. Sin embargo, está claro que el mundo sin esas historias sería del todo inhabitable. Y ese es el gran misterio del asunto, algo que se queda siempre fuera de las campañas institucionales de fomento de la lectura, porque si para algo sirve leer, no es desde luego para descubrir la gran verdad sobre la vida, ni para llegar más lejos, ni para ser más culto, sino para levantar castillos en el aire, como escribió Jules Renard, y si vienen mal dadas, soñar entre sus ruinas.

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