Pingüinos en Manchester
Informado de que 4.000 culés viajaron a Manchester esta semana para seguir el partido de fútbol de semifinales de la Copa de Europa, sentí subir en mí una ola de empatía hacia esos 4.000 optimistas. ¡Muchachos! ¿Os trataron bien los ingleses? Después del partido, cuando os vieron entrar pasablemente melancólicos en algún pub, con vuestras bufandas y gorras azulgrana, ¿os invitaron por lo menos a una pinta de cerveza? ¿O por el contrario no os dieron ni la hora y encima, al salir, las rachas de viento húmedo barrían las desiertas calles nocturnas, de luces mortecinas y neones fundidos de Manchester, en cuyos trechos más oscuros y laterales de vez en cuando, como humo que sube de un montón de escombros, o como al final de El gabán, de Gogol, el gigantesco espectro que atemoriza a los vecinos de San Petersburgo, se materializaba sutil como ectoplasma el presidente de vuestro club, el cual os daba palmaditas paternales y despectivas en las mejillas, palmaditas nerviosas con sus manos de viento, mientras repetía: "¡Ánimo, chaval!"?
¿Quién no conoce a un simpático profesional, a un palmero de mofletes o de cogotes, a un estrujador de hombros, a uno que te sujeta de la solapa y hasta de la corbata para que no te vayas dejándole con la palabra en la boca, a un golpeador del pecho con el dedo índice?
Napoleón Bonaparte les pegaba a sus poilus afectuosos tirones de orejas y luego los enviaba a la muerte. El señor Laporta a nadie mata, sólo ambiciona y desprecia, que al fin y al cabo es lo que hacemos todos, aunque él además palmea mofletes mientras hace esfuerzos denodados para sofrenar esa colérica soberbia suya tan llamativa. Igualico que el caso del pobre Andrés Pajares, que después de tanto actuar en aquellas películas del destape, es lógico que ahora se presente en el bufete de su abogado con un bigote postizo y una pistola de juguete y la emprenda a mordiscos con los letrados. Psicoanalíticamente, la cosa no tiene misterio: el destape reprimido se manifiesta, se toma la revancha.
Vosotros, cuatro mil, en esa noche manchesteriana después de la derrota iríais por allí como pingüinos desorientados, pero mucha pena no me dais pues peor fue estar en la final de Atenas. Algo se presentía ya horas antes del partido, al pasear por el Partenón entre hinchas vestidos con los colores de su club y banderas echadas sobre los hombros como capas, pero fue ya en el estadio, viendo a los jugadores milaneses, seguramente dopados -de otro modo no se explica-, tomar en cada lance la posición dominante, particularmente un demonio saltarín que se llamaba Dessailly, cuando comprendí que la inteligencia del apodado el profeta del gol estaba sujeta, como la de cualquiera, a mil contingencias. El adversario era más listo.
Recuerdo que con el 0-1 la afición culé mantuvo el entusiasmo, incluso con el 0-2 coreaba llena de esperanza y fe: "¡Este partido / lo vamos a ganar!", y también "¡Milan, Milan, va fan' culo!" . Pero el 0-3 enmudeció la hinchada. Y enfrente rugían los tifosi. Y aún cayó el 0-4.
Luego, en el aeropuerto de Atenas, transformado en zoco, recuerdo al director de El Mundo Deportivo, que caminaba rápidamente por la pista en dirección a su avión, entre hinchas que se le acercaban a contarle cuitas de náufragos... para que él luego las contara en su diario...
Aquello de Atenas sí que fue una derrota y lo demás son variaciones. Esos barcelonistas en Manchester no sufrieron un correctivo tan inesperado ni tan severo como aquel 0-4 inolvidable a la sombra del Partenón, pero esa noche, al dispersarse su masa como 4.000 pingüinos desorientados por la ciudad inglesa fría y hostil, en busca de alguna cafetería hospitalaria, ellos debieron también de sentir emociones intensas y ricas, pues, como dijo el poeta, "es más dulce que la dicha la tristeza de querer".
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