El ballet moderno entra por primera vez en el Auditorio
Un concierto reúne música y danza sobre la gran sala sinfónica
El Auditorio Nacional de Música hizo anoche historia. Por primera albergó unas escenas de danza en su gran sala sinfónica, acompañadas por el Coro Nacional de España y un grupo de solventes instrumentistas. Al coro le faltó color y densidad en las piezas Dvorák tanto como profundidad y chispa en Janácek, y la danza, irregular en su factura y en la ejecución, estuvo a cargo de la compañía de Juan Carlos Santamaría (Valladolid, 1966).
La segunda parte se animó con el vestuario de Francis Montesinos
Las grandes agrupaciones orquestales siempre han despreciado el ballet y es excepcional el concierto de ayer por varias razones (en España, más). Ya el concierto tradicional de Viena se hace participar de danza... pero se hace fuera y se graba para la televisión global. Una vez en Moscú, (década del cincuenta) una bailarina hizo algo frente a la Filarmónica. Son casos muy contados y en esos anales de curiosidades, entra ahora el de Príncipe de Vergara. La sala estaba más o menos a tres cuartos de ocupación y el público fue generoso en aplausos tanto con la parte vocal como con la bailada.
Antonin Dvorák (1841-1904) y Leos Janácek (1854-1928) tenían muchas cosas en común: la estética de un nacionalismo ferviente, la raíz eslava y a ambos también se le habían muerto los hijos muy jóvenes. A Dvorák, tres; a Janácek, dos. De ahí también un cierto poso dramático en todo lo que se oye. Un gran musicólogo vienés, amigo de ambos, escribió que a estos compositores checos les valía como decorado de sus vidas el cuadro La isla de la muerte, de Arnold Bocklin. Dicho esto, es difícil convertir en algo festivo la música tanto del autor de ese lóbrego Requiem como al segundo, con su fantástica y fatalista Z Mrtvé ho Domu (Desde la casa de los muertos). El programa del auditorio tuvo dos partes: la primera dedicada a Dvorák y la segunda a Janácek, pero estaba diseñado para mayor gloria del coro y no de la danza (esta vez en un lógico primer plano), pues estos compositores checos (incluyo a Bedrich Smetana para que sean un maravilloso trío de la benzina) tienen mucha música inspirada en la danza, pero no hecha precisamente para ser bailada. Es el caso de las Danzas húngaras de Brahms, por cierto, verdadero descubridor e inspirador de Dvorák.
El intento de Santamaría durante la primera parte resulta, en lo estrictamente coréutico, casi banal, pues el ballet ilustrativo (que siempre tiene algo de ingenuo en su potencial didáctico) resulta hueco como desinencia del gran ballet sinfónico (que tanto debe a Massine y a Fokin). El vestuario escolar tampoco ayuda. En la segunda parte, la cosa se anima y con todo, lo mejor es el imaginativo vestuario del diseñador valenciano Francis Montesinos; colorista, de vuelo oriental y llevando a los bailarines a un imaginario mucho menos convencional que el resto. Probablemente eso era lo que pedía esta velada: riesgo e imaginación para abordar unos conceptos tanto musicales como escénicos que no tienen nada de nuevos y sí mucha tela para cortar desde el talento. Janácek usaba de la ironía particular de los checos (presente siempre en los poemas de Karel Jaromir Erben que tanto usó); él fue un niño inquieto que lo primero que hizo en su vida musical fue cantar en el coro del convento de los agustinos de Brno (allí llegó a ser el director). Anoche había muchos niños en la sala, también encantados y atentos.
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