Historia de una etiqueta
El rubro gran novela americana lo acuñó en 1868 John William DeForest, autor de una novela sobre la guerra civil de su país. La expresión hizo fortuna y siglo y medio después se sigue recurriendo a ella sin cesar. Como se trata de una formulación elusiva conviene precisar sus límites. Antes de nada, hay que señalar que la expresión aparece siempre en singular, apuntando a una entidad abstracta de carácter absoluto. Sólo hay una gran novela americana en cada vértice del tiempo: aquella que, en virtud de un consenso imposible de definir, se considera que ha sido capaz de dar expresión al espíritu colectivo de la nación, de la cual es una alegoría. Puesto que la realidad norteamericana es extraordinariamente dúctil y cambiante, la obra digna de ser considerada la gran novela americana tiene un periodo de vigencia limitado, siendo sustituida con relativa rapidez. Además de la obvia exigencia de calidad literaria, la obra susceptible de ser designada como la gran novela americana ha de reunir una serie de requisitos: afán de totalidad, considerable extensión, capacidad de reflejar en toda su complejidad la realidad social y las costumbres de una encrucijada histórica concreta. En muchos casos se trata de obras puntuales, aisladas, aunque lo más característico, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo veinte, es que se trate de sagas novelísticas semejantes a las que gestaron Galdós, Dickens o Balzac en sus respectivas sociedades. En Estados Unidos, el caso más representativo sería el de Henry James. Inicialmente, se recurrió a la expresión con ánimo de marcar distancias con respecto al peso de la tradición novelística británica, afirmando así la identidad nacional de las novelas escritas en lengua inglesa en el Nuevo Mundo. Así, la gran novela americana asumía la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía. El siglo XIX produjo las tres primeras obras acreedoras al título de la gran novela americana: La letra escarlata, Moby-Dick y Las aventuras de Huckleberry Finn, tres obras maestras sobre las que se sostiene el edificio impresionantemente sólido que es la novela norteamericana del siglo XX.
El concepto resulta excesivamente restrictivo. Thomas Pynchon o William Gaddis quedan fuera por inaccesibles
La mejor manera de entrar en la centuria es hacerlo de la mano de Henry James, eligiendo alguno de los títulos mayores de la monumental revisión de sus obras conocida como la edición de Nueva York. Una buena opción es Retrato de una dama (1908). Ya en los años veinte, nos encontramos con El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y El ruido y la furia, de William Faulkner. La siguiente década nos ofrece tres títulos imprescindibles: la trilogía USA de John Dos Passos; Llámalo Sueño, de Henry Roth, y Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Los cincuenta fueron una década prodigiosamente fértil, con El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger; El hombre invisible, de Ralph Ellison; las Aventuras de Augie March, de Saul Bellow, y la gran épica de la carretera que es En el camino, de Jack Kerouac. En los sesenta, Truman Capote erigió el escalofriante monumento narrativo que es A sangre fría. Los setenta nos dejaron Ragtime, de E. L. Doctorow. En los ochenta, con Meridiano de sangre, Cormac McCarthy se adentró en las zonas más abismales de la conducta humana. En cuanto a las grandes sagas novelísticas, cuya gestación lleva décadas, destacan el ciclo de Albany, de William Kennedy y la serie dedicada a Conejo Armstrong, de John Updike, integrada por cinco títulos publicados entre 1960 y 2001. La responsabilidad de hacer que el concepto de gran novela norteamericana efectuara una cómoda transición al siglo XXI corrió a cargo de Don DeLillo y Philip Roth, quienes han creado obras de calibre en las dos centurias. En el caso de Roth, su gran friso de la sociedad norteamericana lo constituiría el ciclo narrativo protagonizado por Nathan Zuckerman. La novela de DeLillo que mejor encarna el concepto que estamos discutiendo es Submundo. Demasiadas ausencias de peso en este recorrido, algunas muy a mi pesar: El gran Norman Mailer se pasó toda la vida hablando de la gran novela americana e intentando escribirla. Como le ocurrió al capitán Ahab con Moby Dick, murió sin conseguirlo. Tampoco lo consiguió Hemingway, cuya grandeza está en las formas breves, como ocurriría décadas después con Raymond Carver. En realidad, el concepto de gran novela norteamericana resulta excesivamente restrictivo: se suele reservar para cultivadores del realismo más tradicional, por eso quedan fuera escritores del calibre de Thomas Pynchon, o William Gaddis, por inaccesibles. Richard Ford, por el contrario, encaja perfectamente en el arquetipo. Tras la publicación de Acción de Gracias, obra con la que el autor nacido en Jackson, Misisipi, culmina la serie iniciada con El periodista deportivo (1986) y El día de la independencia (1995), muchos críticos afirmaron que la trilogía de Ford era la última versión de la gran novela americana. Obra impecable y rigurosa, la distinción es sin duda merecida, aunque hay quien se impacienta porque le gustaría verla aplicada a empeños de más alto riesgo. En este contexto, ¿qué ofrecen los más jóvenes entre los consagrados? La broma infinita, de David Foster Wallace, es una obra de culto, excesivamente experimental para el lector de a pie. El prolífico William Vollmann, autor de narraciones a veces desmesuradas que intentan radiografiar la totalidad de nuestro tiempo, no ha producido ninguna novela que haya logrado ser bendecida con el título de marras, como tampoco lo ha sido ninguna de las más de sesenta obras de Joyce Carol Oates. Las correcciones, de Jonathan Franzen, se acercó, gracias al esfuerzo realizado por su autor, que trató de conciliar el legado de la tradición con las fórmulas del posmodernismo.
¿Cuál es la situación en este momento? A tenor de lo ocurrido con el último Premio Pulitzer, que ha ganado un narrador hispano de 40 años apenas hace dos semanas, puede que las cosas estén cambiando. Todo apunta a que la gran novela americana está desesperadamente necesitada de un nuevo look. En La maravillosa vida breve de Óscar Wao se produce un encuentro entre Derek Walcott y La guerra de las galaxias, pasando por la tradición de la novela latinoamericana de dictadores, por citar sólo unos pocos ingredientes. ¿El nombre del autor? Junot Díaz. Estén atentos a sus receptores.
Eduardo Lago es autor de Llámame Brooklyn (Destino), premio Nadal 2006.
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