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Columna
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Libertad de horario

Parece un hecho el anuncio del libre horario de los comercios, al menos en Madrid. Como toda innovación, es de suponer que a unos agrade y beneficie y a otros perjudique, pues, pese a la prudente recomendación de don Eugenio d'Ors, casi nunca los experimentos se hacen con gaseosa, aparte de que es una reliquia que podrá encontrarse entre los anticuarios: la botella con la esfera de cristal que taponaba aquellas botellas, llamadas con salero, "champán de bolita".

Para las grandes superficies, que es como hay que llamar a los sitios donde encontramos de todo o casi, será una operación aritmética y un estudio fino del mercado organizar los turnos, los espacios, la sucesiva convivencia de varias nóminas de empleados, nada que no puedan resolver los ordenadores y la física cuántica, por decir algo.

La existencia del pequeño comercio gira en torno a la voluntad y capacidad de una o dos personas

Imagino ya inventadas las máquinas de limpieza que, en breves momentos del alba, rescaten los desechos inevitables que produce la convivencia humana cuando se trata de mercadear: papeles, precintos, cartonaje, kleenex e incluso los objetos olvidados que tendrán su sitio en el lugar correspondiente de las reclamaciones.

El invento ya funcionaba en los pueblos muy pequeños, donde aún sobreviven, plantando cara a los supermercados, las tiendas milagrosas, en las que también tienen cualquier cosa necesaria, desde embutidos hasta alpargatas, yogures frescos y batas para estar en casa, conservas, comida para gatos, insecticidas, fruta del día, patatas, hortalizas, paraguas... Todo metido en el profundo interior cuyo encaje y distribución sólo conoce, al dedillo, la dueña, que allí está, a pie de mostrador, albergando en su privilegiada cabeza la contabilidad de buena parte de su clientela que, por olvido o necesidad, no lleva encima el importe de la compra.

Es la ventaja, quizá la única, de estos abarrotes aldeanos a los que, probablemente, les resultan más caras las mercaderías, sin las ventajas de las adquisiciones de considerables cantidades y los beneficios bancarios de manejar altas cifras. La mayor diferencia: en aquellos se fía; en los grandes, no.

¿Beneficiará la medida al pequeño comercio? Me temo que el descrito tan someramente está llamado a desaparecer, pues su propia existencia gira en torno a la voluntad y capacidad de una o dos personas, difícilmente reemplazables, que también han de descansar después de cada jornada. La conjeturable ventaja de esas tiendas reside en su voluntariedad, con el riesgo que acecha al camarón que se duerme. Puede cerrar y abrir cuando quiera, marcharse unos días lejos, para cambiar de aires, cargar las pilas, reponer energías, con el riesgo de que la fiel clientela transija con el pago al contado del súper que acaban de abrir en el barrio.

Y está el palique, la cara conocida, el mentidero del lugar, decantación de los chismes transmitidos al oído, sin el atractivo de las fotos en color, pero sin el agobio de la publicidad en las páginas impares. La salud de los viejos, la impaciencia de los herederos, los cuernos del cajero del banco, la filiación más o menos exacta del niño que ayer bautizaron, toda noticia, acontecimiento, la más leve ondulación en la quieta superficie del pueblo, tiene su ateneo en esa superviviente abacería. Los que se marchan a buscar mejor fortuna en otra provincia o país, el que vuelve, casi siempre derrotado y sin mejor suerte, todos pasan alguna vez por la tiendecita, donde se saludan, se conocen, se quieren o se odian, pero el estrecho recinto no da más que para breves frases que terminan en la calle, si hace buen tiempo.

Allí no se habla de las macrotiendas. Felisa, Aurora o la Paqui viven inquietas desde hace unos años y saben que su trabajo no tendrá continuación, ni los hijos harán lo que hizo ella, cuando apenas tenía diecisiete años y quedó huérfana. Las chicas han estudiado: una es enfermera y la otra informática y sus trabajos las llevan y traen según el destino. Entonces se alegra la tienda, en los raros momentos de soledad, cuando los nietos andan entre aquella cueva milagrosa y sorprendentes anaqueles donde pueden tomar una golosina, que la abuela contabilizará en el capítulo de pérdidas y ganancias.

Imagino que la abolición de las horas de cierre satisfarán a mucha gente cuyas tareas siempre coincidían con las del comercio. A tomar en cuenta los ratos de asueto despacioso, por la noche, recorriendo sin agobios los departamentos que apenas pueden entrever con la hora tasada.

El tiempo se convierte en otro factor interesante en el mundo del comercio. Como lo desconocieron, las nuevas generaciones no echarán de menos la posibilidad de regatear en el precio. Aunque quisieran, los dependientes del superalmacén carecen de la posibilidad de reducir el costo de una rebeca. En todo caso, que sea para bien.

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