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Columna
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Sueños y algo más

Un profesor de Ciencias de la Computación da una conferencia en la universidad a la que pertenece y la convierte en una especie de testamento para sus hijos, que ahora son pequeños. El hombre tiene 47 años y va a morir de cáncer de páncreas. El experimento se filma, se cuelga en la Red. Más de 10 millones de personas han visitado el sitio.

¿Por qué la gente acude a ese desconocido? ¿Por curiosidad, por morbo? El profesor Pausch habla de sus sueños. Es un discurso ejemplarizante, de autoayuda, cuyos destinatarios no son sólo sus retoños, o los asistentes a la conferencia, sino, en general, aquella parte de la humanidad a la que alguien se le comió el queso en algún momento, o que en más de una gélida noche del corazón necesitó sopa de pollo, o que cree que la inteligencia emocional asegura la supervivencia del amor.

Son legión quienes buscan estímulo en un desconocido que parece disfrutar de una fórmula -luchó por sus sueños, los culminó; el cáncer acentúa su mérito- porque, en el laberinto, más fácil aún que extraviarse resulta fantasear con que alguien puede guiarnos. De eso viven las religiones, precisamente. Lo arduo es admitir que estamos solos, que no hay pollo que dé suficiente buen caldo y que en vaciar de contaminaciones esa soledad, nuestra condena, reside también nuestra grandeza.

Supongamos que un albañil en paro, que de joven soñó con ser arquitecto pero tuvo que abandonar los estudios para mantener a su familia, y que sufre cáncer pero merecido (fumó tanto para aguantar las derrotas), cuelga un vídeo en el que, tosiendo, informa de que va a pasarse el resto de su vida mendigando porque no le ha alcanzado aún la Ley de Dependencia. No lo iba a ver ni su santa madre, salvo que le mostrara suicidándose ingiriendo el contenido de una botella de Fairy.

Sueños, sí. Pero realizados. Positivos.

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