El eterno regreso de Il Cavaliere
En un momento de confusión y miedos, el populismo derechista y la delegación carismática en el líder que encarna Berlusconi pueden extenderse por Europa. De momento, es lo que prefiere la mayoría de los italianos
Al final, esta Italia de 2008 ha decidido elegir a Silvio Berlusconi y su derecha. Es una victoria electoral que pesará durante mucho tiempo sobre el país y sus equilibrios, y no sólo por los datos más evidentes, como la ventaja de nueve puntos sobre el adversario y el umbral de tranquilidad conseguido en la Cámara y, sobre todo, en el Senado, gracias a la decisiva contribución de la Liga.
Hay algo más. Superado en capacidad innovadora por primera vez desde que comenzó su aventura pública, Il Cavaliere se ha encontrado en el otro bando ante una gran novedad política como es el Partido Democrático (PD), capaz de cerrar la historia -demasiado larga- del poscomunismo italiano y situar a una izquierda reformista en el centro del juego político. Berlusconi ha reaccionado logrando reordenar a su conveniencia el área de centro-derecha y conquistando por tercera vez el país.
Berlusconi triunfa porque los ciudadanos se vuelven espectadores y los líderes pasan a ser ídolos
El resultado del PD de Veltroni le convierte en clara alternativa reformista de centro-izquierda
Ese regreso permanente es la escala sobre la que hay que medir el fenómeno Berlusconi. La victoria del lunes hay que leerla como el sello de una época comenzada hace 15 años. Il Cavaliere la inauguró con su "invasión del terreno", las televisiones, la media sobre la cámara de televisión, la chaqueta cruzada, la reexhumación decisiva de Fini del sepulcro posfascista, así como con un lenguaje de ruptura, una defensa hostil de sí mismo ante la justicia de la República y la fundación de una "derecha real" que el país no había visto nunca. Quince años después, el mismo lenguaje que nos ha parecido cansado durante toda la campaña electoral, el mismo cuerpo del líder ofrecido como simulacro inmutable y salvador de la derecha, la misma retórica política centrada en el demiurgo, han vuelto a convencer, pese a todo, a los italianos, y han sellado estos tres lustros. Entre tanto, ha habido tres presidentes de la República, cinco primeros ministros, dos derrotas y dos victorias de Il Cavaliere, es decir, toda una era política, que responde al nombre en clave de Segunda República. Berlusconi ha sobrevivido a todo, gobiernos contrarios y acusaciones de delitos infamantes anuladas por un Parlamento convertido en escudo privado a su servicio, socios internacionales que han gobernado y se han retirado, un conflicto de intereses tan perfecto que ha logrado superar, intacto, las etapas políticas, y sella esa era consigo mismo, única medida auténtica de la gesta, clave suprema de la derecha, identificación definitiva entre un dirigente y el destino de la nación, según la receta del populismo más moderno.
¿En qué consiste esa capacidad de hacer presa en el fondo del país y tenerlo en un puño? En una Italia que ni siquiera se ha revelado nunca a sí misma su alma de derechas y la ha ocultado siempre bajo la ambigua complejidad democristiana, Il Cavaliere ha creado un sentimiento común de rebelión y orden que él impulsa y agita en función de las etapas y las conveniencias, con total libertad, porque no tiene que responder a una verdadera opinión pública ni dentro del partido (que no ha celebrado ningún congreso desde 1994) ni en el país, sino que le bastan una adhesión, un aplauso, una vibración de consenso, como ocurre cuando la política se celebra a base de grandes acontecimientos, los ciudadanos se vuelven espectadores y los líderes se convierten en ídolos modernos, para utilizar la definición de Bauman. Unos ídolos tallados a medida de la nueva demanda, que ya no cree en formas eficaces de acción colectiva; unos ídolos "que no indican el camino, sino que se ofrecen como ejemplos".
Estamos -y lo digo señalando la absoluta novedad del fenómeno- ante el fundamento del renacido populismo berlusconiano, un populismo de la modernidad, que ignora la mala experiencia del gobierno de la derecha durante un quinquenio en Palazzo Chigi, la edad avanzada, el desgaste repetido, la fatiga del lenguaje ("sopesando", "mundialmente", "jerarquizar"...), el gigantismo de las promesas, las obsesiones privadas convertidas en prioridades de la República, el perpetuo arreglo de cuentas con la magistratura. Es un fenómeno que puede extenderse a Europa, porque, en momentos de globalización y desencanto cívico, puede permitir la ilusión de que simplifica los problemas y deshace con la espada del líder los nudos que se afana en hacer la política. Por eso el populismo y la delegación carismática en el líder puede servir de marco coherente a los miedos.
Italia parece andar más en busca de garantías que de cambio. Por eso ha infravalorado el alcance de la ruptura de Veltroni con la izquierda radical, una decisión que ha dado identidad y credibilidad al reformismo del PD, lo ha situado en la zona de la izquierda que gobierna en Europa y ha reestructurado, de un solo golpe, todo el panorama político y parlamentario. Pero la novedad del PD no ha seguido adelante, sino que se ha detenido y, ante los graves problemas de la parte más débil del país, ha parecido "politicista". Y, sin embargo, la simplificación del juego político, con la reducción drástica del número de partidos, es en realidad la primera reforma genuina de la nueva legislatura y corresponde a un vago sentimiento de los ciudadanos.
El resultado es un sistema centrado en dos grandes partidos que se disputan el gobierno y que reproducen en el nuevo siglo el dúo derecha-izquierda con arreglo a una nueva declinación. La verdadera sorpresa, en la desaparición del Parlamento de todas las fuerzas que habían sobrevivido al desmoronamiento de la Primera República, es la derrota inapelable de la izquierda radical dirigida por Bertinotti, que no ha entrado en las Cámaras: seguramente porque los ciudadanos creen que los partidos del Arco Iris son responsables del juego de vetos, ataques, críticas y reservas que ha paralizado y asfixiado al Gobierno de Prodi.
El liderazgo de Veltroni ha colocado al PD en el mejor lugar político para interceptar consensos de centro y de izquierda. Dichos consensos han llegado en menor medida de la que se esperaba: pero hay que tener en cuenta el abismo de impopularidad que el PD ha debido vencer antes de poder empezar a competir, un juicio negativo sobre la coalición que devoró al Gobierno de Prodi en sus luchas intestinas. Veltroni, en esta primera ocasión, tenía que soportar ese legado y, al mismo tiempo, alejarse de él para empezar a crear otro nuevo. El resultado ha sido la derrota, pero con una fuerza reformista del 33% de los sufragios y un partido nuevo que ha manejado su botadura en medio de la tempestad de una campaña electoral demasiado cercana a su nacimiento.
El PD es el instrumento apropiado para una partida que el país no ha visto jamás, el reto reformista para el cambio. Sería un delito que el canibalismo típico de la izquierda se ponga en marcha contra ese instrumento y sus líderes y que hubiera que volver a empezar de cero, una vez más.
El reformismo, como es natural, exige comportamientos conformes también en la oposición e impide caer en la tentación de jugar con el cuanto peor, mejor. Por otra parte, el claro triunfo de Berlusconi ha roto por la mitad el espejismo del empate que abrigaban desde hace meses muchos de los que habitan en la periferia de la izquierda. La cosa está clara. El que ha vencido gobierna.
La responsabilidad, incluso la responsabilidad compartida, es una cosa posible y debida en el ámbito de un Parlamento donde hay que discutir con urgencia las necesarias reformas institucionales. A propósito de esas reformas, de las reglas, el PD puede poner en práctica y a prueba su cultura de gobierno, incluso desde los bancos de la oposición.
En esta distinción clara, que deja a la derecha la tarea exclusiva de gobernar, habrá ocasiones de enfrentamiento y de acuerdo, sin escándalo alguno, porque no habrá confusión. Por otra parte, tenemos la esperanza de que Berlusconi -que al obtener su tercer mandato se ha librado del terror de tener que rendir cuentas a la justicia republicana- sienta la ambición de gobernar de verdad, de descubrir el interés general tras el abuso de unos intereses completamente privados. Si es así, será positivo para el país, que ya no tiene tiempo ni ocasión que perder.
Ezio Mauro es director de La Repubblica. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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