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Columna
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Esta ciudad gritona

Madrid siempre fue gritona, pero ahora estamos llegando a extremos preocupantes. La pertinaz contaminación acústica que azota a la capital se ha instalado también en el cerebro de la gente y cada vez se chilla más en todas partes, por costumbre. No se puede buscar sosiego en una tasca huyendo de la algarabía callejera. Miles de bares tienen la televisión encendida perennemente y las máquinas tragaperras cantan sin cesar su estúpida letanía. A la clientela no le queda otro remedio que elevar la voz para hacerse entender. Muchas tabernas de Madrid son a ciertas horas un corral de gallinas alborotadas. A ello hay que añadir la espectacular irrupción de los teléfonos móviles, que a veces parecen los protagonistas de la barra en las cantinas.

Los móviles no tienen la culpa, desde luego. Los culpables son algunos usuarios empeñados en conseguir a grito pelado que todo el mundo se entere bien de lo que están hablando, en los bares, en los restaurantes, en los estadios, en la vía pública. Debieran tener en cuenta esos desventurados que lo que realmente consiguen es que todo el mundo los abomine, por plastas, por bocazas y por catetos. Entre todos nos están volviendo tarumbas. Sirenas, bocinas, tubos de escape salvajes, martillos hidráulicos, camiones de la basura, campanas, megáfonos. El ruido afecta a la salud mental de los madrileños, que cada vez van más irritados por la calle, a punto de saltar por cualquier bagatela.

Que se pongan las pilas los bares de copas. El dueño de un local de Alonso Martínez ha sido condenado a 32 meses de cárcel por delito medioambiental (ruido). Al parecer, llegaba a 90 decibelios.

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