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Crónica:DIOSES Y MONSTRUOS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los Rolling Stones son esto y más

Carlos Boyero

Desde su prometedor bautizo, el cine de ese individuo volcánico, complejo, barroco, desasosegante, excesivo y frecuentemente genial llamado Martin Scorsese se ha distinguido por su personalidad visual, por una cámara y un sentido del montaje tan exuberantes y tortuosos como las historias que desarrolla. También resulta transparente su fijación con los personajes autodestructivos y neuróticos, con su catarsis y su derrota. Para bien y para mal, todo en él desprende autoría, su inconfundible mirada hacia las personas y las cosas. Esa obra, como la de Hitchcock, Keaton y Welles, irreemplazables creadores de formas visuales, resultaría hipnótica aunque estuviera desprovista de palabras, esas imágenes son tan potentes que podrían prescindir de la banda sonora. Pero si algo resulta obvio en el cine de Scorsese es su amor por la música, su impresionante oído para ambientar y potenciar historias y situaciones con los sonidos que precisan. Y entiendes que el alma de este hombre es melómana, que se ha forjado y alimentado desde siempre con canciones, que ha mamado en proporción similar de las películas y de la música.

No es la obra maestra que podíamos esperar de la alianza entre un cineasta grandioso y unos músicos más allá del bien y del mal

Por ello, sabíamos que antes o después este hombre rendiría tributo a su eterna pasión y nacería algo tan elegiaco, melancólico, emocionante y hermoso como El último vals. El pretexto podría ser rutinario o prosaico, la despedida en un concierto de los intensos legionarios del emperador Dylan, de un grupo con carne y sentimiento llamado The Band. Sin embargo, el retorcido cachorro de Little Italy inyecta poesía a ese adiós, transforma un recital en la crónica de una generación, de una forma de ser y de actuar que ya no puede seguir on the road si aspira a la supervivencia, de recuerdos con aroma legendario y retratos de la marginalidad. Y lo que vemos y oímos ilustra y conmueve, posee la atmósfera de las mejores narraciones. La dicha es total cuando las cámaras y los micrófonos de Scorsese captan la mitológica actuación de un Van Morrison en estado de trance aullando Caravan, el muy macho Muddy Waters recordándonos obsesivamente que es un hombre, el magnético lamento de Neil Young pidiendo ayuda en la desgarradora Helpless, Dylan deseándonos en Forever young algo tan agradecible y utópico como que mantengamos limpio nuestro corazón y que se cumplan nuestros deseos. En la traca final, después de que el confederado Robbie Robertson y su banda de forajidos se lamenten con acento épico de aquella noche en la que cayó la vieja Dixie, todas esas leyendas con causa unirán sus voces asegurándonos la certidumbre dylaniana de que algún día seremos liberados. Y aunque haya visto cien veces El último vals, cuando llega ese clímax sé que un nudo me va a oprimir la garganta y que la lágrima exige salir.

Con tan líricos antecedentes sabíamos que era cuestión de tiempo que Scorsese le echara el anzuelo al rey Dylan, al enigma con perpetuo poder de fascinación, al que contando lo que le ocurría a él mediante canciones crípticas, bíblicas, misteriosas, duras, ácidas, tiernas, simbólicas, expresionistas, surrealistas, preciosas e intemporales conectaba con la sensibilidad, anhelos, traumas, volcanes anímicos y colocones psicodélicos de varias generaciones de norteamericanos. También sabíamos que el retrato del significado de Dylan no sería hagiográfico, esquemático ni previsible, sino profundo, complejo y turbador. Y así es. No direction home es un documental sobre un artista singular y un fenómeno sociológico, pero a la vez es una clase magistral sobre la historia de una época convulsiva y trascendente de Estados Unidos. Realizado con el lenguaje y la atmósfera del gran cine, logrando algo tan problemático como que el involuntario gurú acepte hablar de sí mismo delante de una cámara, lo único lamentable de este impagable documento es que sólo dure tres horas y media. Pasan volando. Ya es un clásico. El Picasso de la música contemporánea ha encontrado un retratista a su altura artística. Como debe ser.

Scorsese siempre que hablaba de las malas calles se las ingeniaba para que la música de los Rolling Stones ambientara fugaz o perdurablemente el peligroso y existencial paseo. O sea: ritmo, sexo, energía, electricidad, transgresión, violencia, pasote, pura e impura vida. El encuentro entre los incombustibles parientes de Fausto y su ancestral admirador ya se ha producido. Y el resultado me sabe a poco porque lo esperaba todo. Se titula Shine a light. Comienza bien. Describiendo la preparación de Scorsese para filmar un concierto casi en familia de los Stones (quiero decir: en compañía del político Bill Clinton y de su familia, tan escasamente stonianos ellos, aunque a Bill le encanten las felaciones de las fans) en un mítico teatro de Nueva York y el mosqueo de éstos ante el follón de cámaras y de cables que ha montado Scorsese en el escenario. El hechizo no dura mucho. El resto es una filmación modélica del poderío, la sensualidad y la magia que desprenden desde hace 45 años los conciertos de esta gente verdaderamente alucinante. Jamás se habían recogido con tanta fuerza las esencias en directo de los Stones. Normal. Se encarga de ello un virtuoso de la imagen y del montaje. Pero me parece un desperdicio que el gran narrador tenga a su disposición material tan suculento y no investigue en lo que han supuesto estos tíos para la segunda mitad del siglo XX, que no les desnude, que no los explique, que no los exprima. El trabajo que ha hecho Scorsese es el de un técnico superdotado, no el de un artista plasmando una vieja revolución de efectos masivos y perdurables que se resiste a morir.

Y habrá que guardar con celo Shine a light. Como Stop making sense, Berlin y Neil Young. Pero no es la obra maestra que podíamos esperar de la alianza entre un cineasta grandioso y unos músicos que ya están más allá del bien y del mal.

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