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Columna
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Miau

Una de las curiosidades que hace unos días ponía el broche final a las noticias serias en los telediarios era que había que divertirse en la oficina. Si no entendí mal, incluso era obligatorio divertirse un rato al día y para ello convenía gastar bromas. Siempre hay gente por ahí ideando cosas y ésta francamente no me parece de las mejores, porque si hay algo que puede agriar el ambiente es precisamente el asunto de las bromas. Se necesita tener una gracia especial para que una broma no resulte pesada e incluso amarga. La broma es la sustituta del sentido del humor, es la situación cómica forzada, y como todo lo forzado puede llegar a ser desagradable, por lo que no parece la práctica más aconsejable entre jefes y empleados que no tienen más remedio que convivir, sobre todo si las instalaciones no son muy grandes y el bromista no puede perderse por el foro. Personalmente, antes que a un bromista preferiría a un chistoso, porque al menos el chiste tiene una eficacia contrastada por el uso y no implica apenas al que escucha, mientras que la broma exige participación.

Si hay algo que puede agriar el ambiente es precisamente el asunto de las bromas

También se recomienda que los compañeros profundicen en su conocimiento mutuo. ¿Para qué? Cuanto más se conozcan, más roces, más implicaciones personales y más sangrante será el momento en que a uno le asciendan y al otro no, en que a uno le despidan y al otro no. Además, si uno llega a estar demasiado a gusto en el trabajo no le apetecerá regresar a casa y entonces la frontera trabajo-vida privada se borrará y se reducirán los espacios en que movernos. Luego está lo de la destrozaterapia, que consiste en desahogarse rompiendo cosas. Un empleado que ya se había puesto manos a la obra confesó que se había sentido muy bien destrozando un ordenador. Es comprensible que a uno le tiente la idea de cargarse el ordenador cuando no funciona, como cargarse al vecino que no le deja dormir, pero de eso a realizarlo va un abismo. ¿No será una manera de aprender a ser violentos físicamente? Porque, puestos a elegir, prefiero a alguien reconcentrado y de mirada torva que a uno que le dé por destrozar, romper.

No sé qué se pretende hacer con la vida laboral, se pretende disfrazarla de otra cosa, o puede que transformarla en algo mejor dedicándole más tiempo o por lo menos arrastrándola al plano de la diversión que hasta ahora era lo que se hacía al salir del trabajo. Tengo, por ejemplo, un recorte de prensa de 2005 con la foto de unos ejecutivos tocando el tambor para incentivar el ritmo del equipo. En estos cursos de formación también se cocina o se ensayan escenas en las que se pone al jefe en apuros para comprobar su capacidad de reacción, pequeñas representaciones teatrales para soltar el miedo. Pero unos años antes ya se había inventado el outdoor training. Se trata de cursillos al aire libre que, según sus promotores, "quitan la máscara a los profesionales y hacen que se comporten como personas, anteponiendo los intereses comunes a los particulares para conseguir llegar a la meta". Uno de los ejercicios consistía en tapar los ojos a los participantes y pedirles que hicieran unas cuantas cosas para determinar el grado de comunicación entre ellos. Tirar con arco puede servir para calibrar la resistencia al estrés de alguien y remar desarrollaría la habilidad para diseñar estrategias, como hacer una trampa para osos puede potenciar la capacidad de liderazgo.

Es fascinante todo lo que se inventa para marear al currante y para que a su vez genere nuevas profesiones. En una línea más clásica están los seminarios para reconocer los miedos propios y trabajar sobre ellos. La verdad, a este seminario sí me apuntaría. Y tampoco me importaría disponer de mi propio coach, alguien que me escuche y me aliente, porque el coach engloba todo lo que puede necesitar un ser humano: es un entrenador, un tutor, un asesor, un maestro y un consejero. Por favor, si hay algún coach por ahí que quiera hacerse cargo de mí, me llame sin falta.

De todos modos, me preocupa que todo el mundo se encuentre tan contento en su lugar de trabajo que nos vayamos a cargar al oficinista, al funcionario, a ese antihéroe solitario que ha dado las mejores páginas de nuestra literatura. Decía Dostoievski que todos hemos salido de El Capote, de Gogol, de la tragedia cotidiana y vulgar de todos los Akaki Akákievich del mundo. Quien más quien menos puede reconocerse en el Ramón Villaamil de la novela de Benito Pérez Galdós Miau, porque Madrid ha cambiado desde aquellos tiempos de la Restauración, pero no tanto como para que cualquiera pueda sentirse aplastado por la burocracia y el sistema. No convirtamos a los Bartleby, a los Iván Ilich, a los Gregorio Samsa o a los personajes de García Hortelano en alegres excursionistas.

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