La zona VIP del paraíso
Tengo por norma ir a eventos literarios sobre unos tacones de diez centímetros. La fama de alta me precede. Los lectores han llegado a la conclusión de que tengo cara de giganta y yo vivo en el intento vano de no decepcionar. Ahora la cirugía te añade centímetros en lo alto de la cabeza, cuando lo que desea un bajo es que le alarguen las piernas. De todos es sabido que la pesadilla de un bajo es que encima le llamen cabezón. Los tabloides ingleses han advertido de que Sarkozy padece este tic tan propio de los hombres bajos y sanguíneos, que consiste en agarrarse el cuello de la camisa e intentar infructuosamente que el cuello se alargue, y aseguran que, en poco tiempo, al presidente galo le va a operar un eminente médico judío y le va a colocar un relleno (la famosa empanada mental) que permitará a la primera dama desembarazarse de esas manoletinas que calza desde que se casó con el hombre bajito. El otro día, en un cóctel sevillano, se me acercó un señor encantador y, seguramente por no saber qué decirme, me comentó: "Yo creía, por la foto, que usted era alta". Perpleja, le mostré los inhumanos tacones a los que estaba subida. Al rato volvió el hombre con su esposa, que, azorada, me pedía perdón en nombre de su marido, que, según ella, parecía tonto. La culpa no la tenía él, sino las espectativas que un lector, absurdamente, se hace. Algo de eso se cuenta en ese tesoro de novela que es Una lectora poco común, de Alan Bennett. El escritor construye una personaje inspirándose en la reina de Inglaterra. En la historia, esa reina, en su vejez, comienza a sentir una repentina pasión por la lectura. Ella, que fue educada para mantener con los seres humanos una distancia abismal, descubre peripecias de otras vidas y advierte que la literatura es el territorio más democrático que hay, aunque Bennett matiza, con impagable ironía, que a su majestad no le gusta demasiado ese término tan manido de la República de las Letras. La gracia es que esta reina lectora se arrepiente de no haber prestado más atención a los escritores que ha conocido a lo largo de su vida y decide montar un cóctel con algunos de ellos. El resultado es frustrante. La reina, que no es tonta, observa que cuando un escritor está solo ante ella se arruga y se calla, pero que, en compañía de sus iguales, se entrega a conversaciones maliciosas y al cotilleo vulgar. La reina va de un grupo a otro sintiendo que no la hacen mucho caso. Una extraña en su propia fiesta, ella, que tanta ilusión había puesto en ese encuentro en que pensaba indagar sobre argumentos y personajes. La falta de química con esos autores tan poco considerados la obliga a refugiarse, como siempre, en lo protocolario, "¿Cuánto le llevó escribir el libro? ¿A mano o a máquina?". En realidad, el hallazgo del libro es que Bennett se vale de la naturaleza de alguien tan aislado socialmente como es esa reina para componer un tratado sobre la relación entre el lector inocente con la literatura: la ficción rescata al pobre de sus miserables cuatro paredes, pero también a la rica de los muros del palacio. Esta historia nos recuerda esa vieja máxima de que es mejor no conocer de cerca a ese escritor que, con una sensibilidad superior a la nuestra, nos explica el mundo. A veces, incluso, las decepciones vienen por declaraciones que los escritores dejan caer en las entrevistas. Ay, qué poco simpatizamos a veces con lo que dice esa persona a la que tanto admiramos. A mí, por ejemplo, no deja de sorprenderme que los admiradores de Philip Roth (entre los que me encuentro) se rindan ante sus declaraciones calificándolas de lúcidas. Gran escritor, sí, pero... ¿hombre lúcido? Hace años que le llevo escuchando decir lo mismo, que la vida es una estafa. Lo decía también en la última entrevista que le hizo Jesús Ruiz Mantilla. La vida es una estafa, según Roth, porque uno envejece y luego se muere. Caramba, qué notición. Uno de cada diez escritores del mundo está apuntado al latiguillo nihilista, y de vez en cuando parece que se ven abocados a informar al resto de la humanidad, que aún no se había dado cuenta, de que es horrible envejecer. A lo mejor preferirían morir en Etiopía, donde las criaturas se mueren sin pasar por esa fase. Philip Roth envejece en su estupenda casa de Connecticut. Allí, a pesar de que la vida es una estafa, espera el Nobel con indisimulada ansiedad. Como casi todos esos nihilistas que no tienen fe y no entienden a los que necesitan tenerla, cree firmemente en esa zona VIP del paraíso que es la posteridad. Es típico de los nihilistas desear el Nobel, rabiar por estar en la lista de los más vendidos y tener un stock de mujeres jóvenes dispuestas a servirles de consuelo. El intelectual nihilista nos informa de la muerte. Lástima que sea algo que sabe cualquiera, aunque la mayoría de los cualquieras rebajen su nivel de nihilismo preocupándose por los seres humanos que viven fuera de los libros. Seguro que ese campesino que cuida la vaca que él ve desde su ventana sabe que nuestro destino es el de la vaca, aunque a nosotros no nos conviertan en estofado. El estofado de nihilista sería sin duda sabroso, porque es costumbre del nihilista vivir entregado al mimo de sí mismo. Estofado de Roth. Mmmm. -
Es mejor no conocer de cerca a ese escritor que, con una sensibilidad superior a la nuestra, nos explica el mundo El intelectual nihilista nos informa de la muerte. Lástima que sea algo que sabe cualquiera
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