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Tradicionàrius vuelve por fin a casa

El festival de música popular celebra su 21ª edición en su remozada sede

En la noche del viernes, en la barcelonesa plaza de Anna Frank, todo eran sonrisas, abrazos, besos y palmadas en la espalda. Unos invocaban los dos años y medio de obras que, ¡por fin!, han concluido. Otros iban más atrás, calculando que, aunque pareciera ayer, hacía ya 20 años que se iban encontrando, animados por la música de Els Ministrers de la Vila-Nova, para inaugurar un nuevo Tradicionàrius.

Esta vez no se rompió la tradición y por 21ª vez consecutiva Els Ministrers hicieron su ritual y animado pasacalle por el barrio de Gràcia. Parecía igual a años anteriores, pero en esta ocasión todo tenía una dimensión distinta, mucho mayor. En primer lugar, pocos festivales pueden presumir de haber llegado a su 21ª edición con una salud tan envidiable como la del Tradicionàrius, que cada año, a pesar de todas las dificultades, crece y añade nuevos alicientes a su oferta. Muchos pensaron hace dos décadas que un disparate dedicado exclusivamente a la difusión de la música y la danza tradicionales y populares tenía poco futuro, lo que durasen las fuerzas de sus promotores. Esas fuerzas no sólo no han mermado ni un ápice, sino que han ido creciendo.

En segundo lugar, lo que parecía un castillo en el aire, ha acabado materializándose en un auténtico castillo con los cimientos bien clavados en el suelo: tras unas obras mucho más largas de lo previsto, el Centre Artesà-Tradicionàrius (CAT) reabría sus puertas con una sala de conciertos (entre otras cosas) totalmente nueva. Ahora el teatro del CAT es cómodo, tiene una magnífica sonoridad y un escenario lo suficientemente grande para albergar cualquier formación musical. Una bombonera para poco más de 300 personas que, a la vista del programa de este año (80 conciertos hasta junio), va a estar muy bien aprovechada.

Para inaugurar el sueño hecho realidad, nada mejor que convocar a los puntales musicales del festival. Así, en una primera parte dinámica y llena de buena y contagiosa música se encontraron El Pont d'Arcalís con Las Violines, uno de los buques insignia del folk nacido alrededor del CAT.

Tras unos minutos de descanso para pasar por el también reformado bar, las sillas de platea habían desaparecido como por arte de birlibirloque y el CAT se había transformado en una pista de baile amenizada por Els Solistes de la Costa.

Cerrando los ojos, nada parecía haber cambiado. Abriéndolos, todo había cambiado a mejor: el Tradicionàrius regresaba a casa, ahora una lujosa mansión.

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