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Columna
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A través de sus versos

Debía ser el 78 o el 79, tal vez antes, tal vez después, cuando me tropecé con Luis en Granada. Era entonces un post-adolescente letraherido, rubito y dotadísimo, que ya asustaba por su más que solvente precocidad literaria. Como decía su compadre Javier Egea, Quisquete para los amigos, no paraba de escribir luminosos poemas sobre tiempos y asuntos, por su juventud, imposibles de haber vivido en primera persona. Para mí, para tantos, conocerlo fue un deslumbramiento. Han llovido 30 años desde entonces y no ha dejado ni un solo día, quiero decir ni una sola noche, de deslumbrarme como poeta ya hecho, y derecho (iba a decir), aunque es izquierdo y bien izquierdo, y bien unido, perdonen la tristeza, porque nos unen Granada, Rota, Madrid, Almudena, Arcángel González, Pepe Caballero, Chus Visor, Eduardo Mendicutti, Benjamín Prado, Miguel Ríos, Alfredo Bryce, Javier Rioyo, la poesía, la canción, el compromiso, los huevos estrellados que hace como los ángeles (pruébenlos), la vieja Facultad de Letras de Puentezuelas, el paquete de ducados de su novia, Juan Vida, Jaime Gil, Coilliure, Rafael Alberti, tantos amigos, tantos muertos tan vivos en su obra y en su ejemplo, tantos amaneceres con resaca.

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Un ejercicio de memoria

Un amigo de muchos condenado a estar solo. Así se define en su último libro, Vista cansada, definiéndonos a todos. Qué alegría celebrar, con la que está cayendo, el cumpleaños de la editorial Visor, gracias a esta nueva y exquisita colección, Palabra de honor, de la mejor manera posible, con la última entrega de Juan Gelman y esta hermosura de Vista cansada.

Lo he comprado tres veces. Las dos primeras, apenas saboreado, sentí la urgencia de regalarlo, porque a uno le gusta hacer patria poética y porque Luis, como Manrique, como Bécquer, como Rubén, como Machado, como Jaime Gil, como Ángel González, como todos los grandísimos poetas, no sólo es un maestro de poetas, que también, sino que, además y sobre todo, parece capaz de contarnos, y de qué manera, lo que habíamos olvidado que sabíamos de nosotros mismos. Luis sirve para hacer afición, para volver a la plaza porque torea José Tomás, para acercarse a las librerías porque ha salido un nuevo libro suyo. He comprado un tercer ejemplar, y éste pienso quedármelo.

Leer el libro es sentir deslumbramiento, recogimiento, reconocimiento y sí, qué pasa, emoción hasta las lágrimas. No hay rimas, ya lo sé, (con lo que me gustan) y, sin embargo, qué medida tan medida, qué ritmo, qué son, qué compás, que música interna. Ni mijita de falta que le hacen los indocumentados como yo que pretendan añadirle melodía a sus poemas, porque la llevan dentro como el hueso la médula, como el huevo la yema. No en vano es de los pocos poetas cantables y recitables y comprensibles y memorables, sin renunciar por eso nunca a las más alta exigencia formal y lírica. Es también un libro, permítanme decirlo, lleno de un amor casi tan franciscano por las cosas de todos que incluye en su inventario hasta el desamor, hasta los goles de su equipo, hasta los escolapios, hasta la democracia. Amor por los calendarios, por los andenes, por los padres, por los hijos (sobre todo si son de vecino), por las ciudades, por los amigos, por las derrotas, por la angustia, por la esperanza, por Almudena, por Almudena, por Almudena. Y todo contado, quiero decir cantado, con el primor y el mimo de esa voz tan suya y tan limpia que le sube las persianas a la memoria y disfruta colocando en el altar mayor de la poesía unos viejos calcetines o unas gafas con los cristales rotos o el asiento roído de un taxi.

¿Vista cansada? Ojo de lince diría yo. Pupila solidaria y encendida. Voz que llama a las cosas por su nombre más nuestro. Este libro es el mejor de García Montero, como todos los anteriores, porque su verso crece y crece sin oxidarse nunca. Qué orgullosos estamos de abrazarlo y de leerlo los que nos quedamos tan cortos esperando tantísimo de él. Lo ha clavado el lápiz sin botox de Juan Vida, en el retrato que se publica en el libro, con su cara de sabio adolescente renacentista y esa mirada entre certera y compasiva que se queda agarrada al corazón. Bendito sea porque si, como él dice, los años hablan mucho y mienten más que hablan, y si (como dice también, en defensa de Rafael Alberti) los que han amado mucho no desmienten su amor con una mala boda, es urgente volver a pasear por nuestra infancia a través de su infancia, por nuestros primeros versos a través de sus versos, por nuestro primer amor a través de sus amores, por los desengaños, por las maldiciones, por las esquinas y las lluvias y las noches imposibles que tuvo mi Granada, su Granada.

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Cómo no voy a quererlo si me sacó de una nube negrísima con el viejo paraguas cómplice de la amistad y la poesía. Los bares son la patria del que ha sido muy joven, dicen también en otro verso que debiera ser mío. Le ha tocado arrastrar a Luis, además, de hotel en hotel, de estación en estación, de antología en antología, la pesada maleta de ser cabeza y referente poético y generacional, eso que llaman crear escuela. Me refiero a la nueva sentimentalidad, la poesía de la experiencia y ese catálogo de etiquetas que entusiasman o enfurecen a los críticos y avinagran la vida a los postergados en el escalafón. Y lleva ese equipaje, doy fe, con una elegancia muy suya, nunca desprovista de una imprescindible, piadosa y saludable dosis de sorna. Él se lo ha buscado y al que no le guste que se joda. Como anda ya por los 40 y diez, y ahora, como dicen que dice Francisco Ayala con razón, casi todo el mundo vive 115 o 120 años, emociona pensar a la vera de mis 40 y diecidemasiados lo que podemos esperar en el futuro de esa pluma, con perdón, lo que le queda por decirnos todavía. Que ustedes y yo lo veamos.

Texto de Joaquín Sabina escrito para la presentación del libro Vista Cansada, en la Residencia Estudiantes, Madrid, el 26 de marzo.

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