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Columna
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De paseo en 'El cochecito'

Cuando a Rafael Azcona, que tanto había ironizado sobre ellos, le llegó la hora de hacerse el muerto, eligió el silencio y la discreción. El autor de Los muertos no se tocan, nene se fue casi sin despedirse. Ojeador impenitente de cementerios y testigo interesado de funerales y ritos mortuorios, Azcona, cumbre del humor negro y español, desapareció del paisaje madrileño, de aquella ciudad en blanco y negro, y gris como alivio del luto sempiterno, a la que llegó, para quedarse, procedente de Logroño en 1951. Huésped de cafés hospitalarios y pensiones inhóspitas, el joven Azcona que sólo había visto tres películas en su Rioja natal se convertiría en el guionista más celebrado del cine español desde sus primeras colaboraciones con Marco Ferreri y posteriormente con Berlanga. En las de Ferreri, El pisito (1958) y El cochecito (1960), Azcona retrató al vitriolo el paisaje y el paisanaje madrileño, algo más que un telón de fondo en sus relatos, versión española del neorrealismo italiano adaptado por necesidad y devenido en virtud: "No pretendíamos hacer neorrealismo: sencillamente, aquella fórmula era la más económica", contaba el autor en el prólogo de un libro, Otra vuelta en el cochecito, editado en 1991. En el prólogo que antecede al guión del filme, Azcona traza el eje de las andanzas de la película a través de un itinerario callejero que había hecho suyo en los días de trabajo del guión:

En líneas pocas pero maestras, Azcona hace la crónica peatonal del barrio

"Los escenarios nos los regalaban nuestras idas y venidas al Hotel Menfis en el que se hospedaba Ferreri, al Café Comercial en el que vivía yo: la mayor parte de los que hay en el filme están situados entre la Gran Vía, donde supongo sigue el Menfis y la Glorieta de Bilbao, donde estaba y está el Comercial... El hogar de don Anselmo se rodó en una casa regional de la calle del Pez, justo enfrente de un zapatero de portal que calzaba a Marco (Ferreri) a medida. La vaquería del señor Lucas estaba en la del Cardenal Cisneros, junto a una taberna en la que nos comíamos unas fabadas brutales; de la tienda de compraventa, una de las de la Corredera, había sido yo cliente alguna vez; la ortopedia, en la calle de Fuencarral, tenía un escaparate alucinante ante el que nos deteníamos a diario. No utilizamos el Comercial, pero una de sus clientas hizo el papel de Blanquita".

A lo largo del trayecto, director y guionista se dedicaban a contratar actores al paso, lo que podía convertirse en un juego peligroso: "Un señor alemán al que acosamos durante semanas ofreciéndole el papel de ortopédico -que, por cierto, le iba al pelo-, nos puso en fuga el día en que harto ya de nosotros nos confesó muy seriamente: -'Soy un criminal de guerra y si ustedes no me dejan tranquilo estoy dispuesto a serlo también de paz".

En líneas pocas pero maestras, Azcona hace la crónica peatonal del barrio, de la Gran Vía a Chamberí pasando por Malasaña, y de sus gentes, sus comercios y su rotunda gastronomía. En el arranque del guión de El cochecito, el primer paseo del inefable José Isbert, aún peatonalizado, se convierte en una reconocible carrera de obstáculos: "... Comienza a sortear los obstáculos que salpican las populosas calles de su céntrico barrio: obras municipales, carga y descarga de reses en canal ante una carnicería, puestos de castañas y chucherías, amas de casa cargadas con sus bolsas, perros sin collar levantando la pata y, para colmo, una larga fila de peones con sentido del humor se atraviesa en su camino: llevando en la cabeza unas tazas de inodoro como si fueran cascos guerreros, embrazan sus tuberías a modo de lanzas y desfilan silbando marcialmente la Marcha del río Kwai... Muy cerca ya de su destino, todavía debe el anciano hacer un poco de alpinismo ante el montón de cascotes sacados de una zanja, pegar un salto circense para evitar a un motocarro que se le viene encima y, finalmente, quebrar como un banderillero al alocado ternerillo que sale de una vaquería conducido por un tratante".

Salvo por el motocarro y el ternero, la escena podría ser actual, el neorrealismo por necesidad de Azcona y Ferreri que ya exhibía en El pisito su cruel contemporaneidad iba a ser masacrado a conciencia, mala conciencia, por la "estúpida colaboración de la censura". Como botón de muestra, la supresión ordenada por los censores de la Marcha del río Kwai silbada por los aguerridos porteadores de inodoros. La música militar no se toca, nene.

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