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Columna
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Zalacaín

La muerte de Franco, por sorprendente que parezca esta afirmación, cogió por sorpresa al personal. Desde hacía tiempo se intrigaba en todos los niveles, cada vez con mayor descaro. Juntas, platajuntas, contubernios y conspiraciones a diferente nivel, hasta en la sopa. Así, literalmente, porque en aquellos setenta-ochenta se acabaron los cafés en Madrid, suplantados por sucursales bancarias o cajas de ahorros.

No parecía muy serio conspirar en las cafeterías, rodeados de señoras mayores, duras de oído, con el dedo meñique enarbolado tras la taza de té o de café, y los españoles aún no tenían -ni tienen- el hábito de reunirse en el domicilio, salvo para celebraciones onomásticas e íntimas. Por reparos conyugales, de seguridad o de servicio doméstico, el madrileño se lanzó a la intriga política ante los manteles del restaurante o de la tasca. En éstas, por cuestiones económicas, se popularizaban las células del Partido, el lanzamiento de consignas, modas, bulos, con la pronta y entusiasta colaboración de las mujeres, que se lo tomaron muy en serio.

El nombre viene del apellido literario que le puso Pío Baroja a una mezcla de 'gudari' y bandolero

Personajes de más enjundia social y financiera consideraron que el lugar de aproximación hacia el inevitable fin tenía su marco en los buenos restaurantes. En la capital, aparte del incombustible Lhardy, campeaban Jockey y Horcher; la refinada cocina de un gran profesional de la hostelería, con aspecto gitano, Clodoaldo Cortés, y el restaurador de moda del Berlín nazi, que vino a Madrid protegido por el excelente periodista y escritor Víctor de la Serna: don Otto Horcher, un clarividente que no le veía mucho porvenir culinario al fanatismo de la cruz gamada.

Había otros, y notables, pero pronto se destacaron unos manteles desplegados hacia el final de la Castellana, en un refinado restaurante, servido por expertas camareras, con el romántico nombre de Príncipe de Viana. Antes había sido un bar con taberna y comida sencilla al pie del monte Echegárate, donde los viajeros que íbamos de Madrid, o regresábamos desde San Sebastián, hacíamos parada para tomar un refrigerio entre camioneros y gentes de paso. Los dueños, un matrimonio navarro con ilimitada capacidad de trabajo: Jesús Oyarbide y su mujer. Les vino pequeño el Príncipe y en los altos del Hipódromo, entre Serrano y la Castellana, abrieron el más lujoso de la capital, creando una armonía entre el ambiente, los fogones, la bodega y un exquisito servicio. Había nacido Zalacaín, que se acreditó en plazo muy breve. El momento había sido tan oportuno como cuando, 30 años antes, nació Jockey.

Madrid se dotaba de buenos restaurantes. Pronto llegaron las estrellas Michelin, y la fama, que, con rarísimas excepciones, se basan en la calidad y el servicio. Oyarbide, su esposa, y los dos hijos trabajaron duro y con éxito. Y en aquellos sitios es donde daba gloria conspirar, avalados por discretos comedores reservados y un servicio en el que parece que apenas pudo infiltrarse la policía política. En un momento milagroso se conjuntaron los elementos necesarios para propiciar el éxito de la cocina como entorno de la vida pública. Se fortalece otra conquista que introduce la novedad en el trato común: aparecen la tarjeta Visa y todas las demás. La tarjeta de crédito fundamentó muchas personalidades que desconocieron los límites.

Mejor dicho, aunque escribo de memoria, creo recordar que en Jockey y en Zalacaín, en los dos o en uno de ellos, se singularizó la prohibición de aceptar el documento de crédito. Me lo explicaron: "Queremos seleccionar a nuestra clientela y aceptamos que firme la factura, si no lleva encima el dinero suficiente. Disponemos de unos cobradores que pasan a domicilio". "¿Y si no pagan?". "Ese pasivo va a parar a la cuenta de incobrables. Preferimos dejar de percibir dinero a perseguir a los clientes, aunque sean morosos".

Muere Franco y se abren los siete años previos a la llegada de los socialistas al poder. Creo que fue la etapa de crecimiento y desarrollo de la gran hostelería en Madrid, en España. Los hombres -y en medida creciente, las mujeres- le tomaron gusto a las sobremesas refinadas y los negocios no se rematan en los despachos, sino ante los manteles. Se comienza a entender de vinos y las amenas discusiones sobre añadas y ligas sustituyen al antiguo y aparentemente inútil chau-chau con que los árabes inician los tratos. Una función y dignidad casi reducida al hotel Ritz o el Nuevo Club, el cargo de sumiller, aparece como elemento básico para regar los alimentos. Muchos madrileños recordarán aquellos años.

Yo lo atribuí a los estertores de una civilización terminal y con una portentosa falta de visión de futuro; le compré a mi último hijo unos pantalones de franela, una camisa blanca, corbata y una bléiser, informándole, con lo que creía ser palabras trascendentales: "Quiero que conozcas esto, que está a punto de extinguirse". Y le llevaba a almorzar a todos aquellos deliciosos lugares, para despedirme de los camareros, que me saludaban con simpatía y yo a ellos con afecto y respeto. Así lo hice con Jesús Oyarbide, en su rutilante Zalacaín. Por cierto, palabra esta que no figura en castellano, inventada por don Pío Baroja y que forma en el reducidísimo pelotón de los vocablos vascongados agudos. Martín Zalacaín fue una invención literaria, mezcla de gudari y bandolero, que murió a los 24 años en traidora emboscada.

Por causa de enfermedades y otras situaciones privadas, el restaurante lleva años en otras manos, creo que fiel al impulso dado por su creador, que ha muerto hace unos días. Mi penuria actual me impide la entrada en estos templos gastronómicos, pero reúno el duro pan del pasado y lo mojo en la exquisita salsa del recuerdo. No es lo mismo, aunque rememorar aquellos tiempos calienta el corazón.

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