Al fin una comedia: 'Germanes', de Carol López
Hay que ser muy valiente para hacer comedia. Para arriesgarse a ser tildado de banal, evasivo, "comercial". En el teatro de hoy, como en casi todo, puedes colar matute a poco que ahueques la voz y proclames que tu ceñudo latazo es una "reflexión". El público bostezará hasta la dislocación mandibular, pero saldrá convencido de haber visto algo muy importante. ¡Cuantísimas "reflexiones" con pretensiones de profundidad hemos tenido que soportar! Dan ganas de decirles: "Por favor, limítense a narrar, que la reflexión, si se tercia, ya la haremos nosotros". Elegir la comedia como género, como vehículo, como tono, es toda una opción vital. Y moral. En la verdadera comedia todos tienen sus razones, y la vida fluye en su alternancia de risa y dolor. La verdadera comedia, la que no es farsa burda y descabellada, requiere arquitectura y naturalidad, dotes de observación, conocimiento del ser humano, comprensión y respeto por los personajes. Con la comedia no hay red. Si la gente no se ríe, si no se reconoce, te vas al garete. Las reflexiones y las pantallitas no van a salvarte. Carol López hace comedia. Se salva y nos salva. Germanes, en la Villarroel barcelonesa, es su nuevo regalo. Nos parte de risa y nos parte el alma y luego nos ofrece los instrumentos para tratar de recomponerla. La comedia empieza y acaba con una muerte. La primera está clara desde el comienzo, cuando la compañía, de luto, recibe al público en el vestíbulo, bajo la esquela del padre. La segunda es una incógnita, magistral y elípticamente anticipada, sin clarines de aviso. Aparentemente es su texto más clásico hasta la fecha. Un prólogo, dos actos, un epílogo. Un espacio único: la cocina familiar, impecablemente levantada, y abierta al jardín, por Bibiana Puigdefábregas. Si sus anteriores entregas (Versión original subtitulada, Last chance) remitían a modelos cinematográficos (Allen, Rohmer centrifugado, Tarantino), Germanes está más cerca de Ayckbourn y de Agnès Jaoui. Y de Chéjov. Alguna gente llega a la sala pensando que la obra es una puesta al día de Las tres hermanas, y aunque sólo conserve la frase inicial del drama ("hace un año que nuestro padre murió") y un guiño burlón a Tío Vania, su estructura es netamente chejoviana: parece no pasar nada y pasa todo, la dicha y la melancolía, la desesperación grotesca, la serenidad terminal. No tiene Germanes una construcción matemática, inflexible, un encadenado de causas y efectos, sino una singular e inesperada tensión entre las fulgurantes punchlines, que parecen pedir un ritmo trepidante, y ese tejido narrativo que sigue su propio e imprevisible tempo, con súbitas explosiones (el baile liberador de Girls just wanna have fun), giros inesperados y confesiones a media voz, acunadas por el conmovedor bolero, que cierra la pieza y abre la última ventana a un atardecer eternizado por la memoria. Todo sucede con una extrema naturalidad, del mismo modo que los personajes pasan del catalán al castellano. Todo es como debe o debería ser. Y, a Will gracias, las elipsis tienen lugar sin un solo fundido en negro, contraviniendo los mandamientos no escritos de la modernidad.
'Germanes' nos parte de risa y nos parte el alma y luego nos ofrece los instrumentos para tratar de recomponerla
Su trabajo como autora y directora sigue las reglas del finado Fernández (Tito, para los amigos). Carol López no dirige, elige. Y, si hace falta, corrige. Elige a los actores sabiendo lo que le pueden dar. Elige según el physique du rôle y, sobre todo, según el temperamento. No le interesan los grandes nombres, ni las estrellas televisivas que suelen llevar mucha gente al teatro. En los ensayos juegan en serio. Se improvisan situaciones y diálogos que luego ella fija, amplía o descarta. María Lanau (Inés, la hermana mayor) no es una actriz "popular", pero da de perlas el perfil de pija sarcástica, hiperneurótica. Tiene un momentazo desbordante: la escena del gazpacho. Han de verla, y oírla. De haberse estrenado Germanes en los cincuenta, sería tan comentada como la célebre escena de las uvas de Una señorita de Valladolid. Irene, la segunda hermana, es Montse Germán. Ya demostró su cálida intensidad, su luz entreverada de sombra, en la estupenda Ficción, de Cesc Gay. Ivonne, la hermana pequeña, encantadoramente promiscua porque "se está formando", tiene la frescura desinhibida de Aina Clotet, una de nuestras mejores actrices jóvenes. La madre, Isabel, es Amparo Fernández, la gran revelación de Germanes. Hace Mihura sin saberlo y es la versión levantina de Frances Conroy en Dos metros bajo tierra. Habla con el padre muerto ("Ignacio, las cosas cambian. Mira si cambian que ayer estabas y hoy no estás"), mientras devora martinis; quiere seguir viviendo, seduciendo. Y proclama su código en el showstopper que cierra el primer acto, cuando se ríe de la luna y rompe a cantar Non, je ne regrette rien. Si Germanes fuera una película de Woody Allen, Paul Berrondo (Alex) sería Sam Waterston. Tiene el papel más difícil. El que calla, el que escucha, el que equilibra. Y también lo borda. Marcel Borrás (Igor, el hijo de Irene) pasa de la violencia muda al incesto más deliciosamente natural desde Le souffle au coeur, culminado, silbado y bailado sobre la melodía feliz de What a Day for a Daydream, de los Lovin' Spoonful. Sólo le pondría dos pegas a este estupendo espectáculo: el flash-back inicial, que no es confuso en sí mismo sino, tal vez, por la manera en que está montado, y un cierto desajuste de ritmo en el primer cuadro, que encontrará su patrón a medida que el público se lo marque. Una parte de mi cabecita pediría ceñir o apoyar más algunas réplicas brillantes que corren el riesgo de pasar inadvertidas, pero la otra entiende, o cree entender, que eso desembocaría en un riesgo mayor: colocar al público en el stacatto de la comedia de situación, chocando abiertamente con el "fluido chejoviano" del que antes hablaba. No, Carol López sabe lo que se hace. Pónganse en sus manos y vean Germanes: me lo agradecerán.
Germanes. Teatro Villarroel de Barcelona. Hasta el 4 de mayo.
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