La pistola
Diversas hipótesis: la pistola se desliza inadvertidamente por el muslo del agente y queda muda en mitad de la calle, imposible de recuperar porque nadie se ha dado cuenta de que está ahí, debajo de la miríada de zapatos que van y vienen, y nadie se la dará por lo menos hasta que intervengan las escobas y la bendita paciencia de los empleados de Lipasam. Entonces, digamos que uno de dichos operarios introduce el aparato sin verlo en un bolsón negro y que concluye su existencia en una trituradora, donde su daño quedará neutralizado entre montañas de plástico derretido y juguetes en pedazos. Quizá, en vez del barrendero, podríamos hacer intervenir a un pobre chucho, un perro vagabundo y tuerto que además no es capaz de distinguir si lo que masca es hueso u otro objeto igual de duro y de macabro pero menos inocente y se lleva el trozo de metal en la boca, para distraerse royendo hasta perder los colmillos en las tardes de feria. El resto de posibilidades se escora más hacia lo tenebroso. La pistola, cuando la imaginación se decanta por los senderos peor iluminados, no ha caído sin que nadie se haya fijado en su silueta, no ha llegado inofensivamente al suelo; resulta que un desquiciado ha aprovechado el desorden para arrimarse al agente y, con habilidad de carterista, le ha desceñido el cierre de la cartuchera y se ha llevado la pistola con él. El desaprensivo puede tener mil rostros, mil voces, puede vivir en mil sitios distintos y disculpar de mil maneras, ninguna del todo convincente, su gamberrada: desde el interno del psiquiátrico en día de permiso que pasaba por allí hasta el niñato necesitado de un pretexto para exhibirse delante de la novia, por no hablar del jubilado cuyo vecino se niega a bajar el volumen del televisor o del suicida con problemas de vértigo cada vez que asciende a la azotea.
Existe un relato del insigne maestro granadino Ángel Olgoso en que un hombre obsesionado por las lagunas de la realidad, por "la ausencia de datos minuciosos sobre la gente y las cosas que le rodeaban", comienza a preguntarse, en el momento en que le apuñalan en una calle, el por qué del momento, el por qué de la calle, la procedencia, rasgos y carácter del asesino, el tipo de arma empleada, el metal de dicha arma, el lugar exacto en que el filo impacta sobre su carne, la persona que hallará su cadáver a la mañana siguiente, el conjunto de azares laberínticos que ha conducido al universo a dicha desembocadura, un hombre, él, que muere acuchillado en una calle. Y ahora yo trato de figurarme al guardia civil que el pasado Miércoles Santo perdió su arma reglamentaria entre la muchedumbre durante el paso de la Hermandad del Dulce Nombre, en Sevilla, y lo encuentro poco menos que como el personaje de Olgoso: tal vez sentado sobre la colcha de su dormitorio o en la butaca del despacho, tal vez con las manos sobre la frente, mientras por su cerebro, como por una topera, corren sin cesar pensamientos y preguntas no siempre tranquilizadores sobre el cómo, por qué, el quién, cuándo y para qué. Lo que a mí se me ocurre es que esto de perder lastre es algo que puede sucederle a cualquiera, y que le pregunten si no a mi tía Sonsoles por qué se niega a meterse en una bulla con el bolso debajo del brazo. Lo que no entiendo, y me temo que jamás entenderé, es qué hacía un agente del orden público, y además armado, acompañando a una procesión religiosa y dejándose envolver por el retumbar de los tambores y el olor a incienso, además de una multitud de 2.000 ó 3.000 personas, a ojo de buen cubero. No sabemos. Lo único que nos queda es desear que el artefacto en cuestión ande en algún lugar apartado del público, y obediente a un precepto de urbanidad que por desgracia goza de escaso predicamento en los tiempos que vivimos: el de mantener la boca cerrada.
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