Cómo recuperar el atractivo de EE UU
Washington debe reconstruir una imagen internacional arruinada por la guerra contra Irak sin respaldo de la ONU, las violaciones de los derechos humanos, la resistencia al Protocolo de Kioto y otros desaguisados
Hace casi 20 años, el distinguido profesor de Harvard Joseph Nye nos presentó su concepto de poder blando. Además de los parámetros tradicionales de influencia "dura", sobre todo la fuerza militar y el peso económico, explicó Nye, existe un elemento menos cuantificable pero también fundamental que hay que tener en cuenta en los asuntos internacionales. Es la capacidad de resultar atractivo para otros pueblos y países, la capacidad de encontrar aliados que ayuden a llevar a cabo una tarea determinada, la habilidad y la facultad de convencer a otra nación soberana para que acepte hacer algo que no pensaba hacer. En otras palabras, el poder blando consiste, casi como el título del famoso libro de Dale Carnegie, en cómo hacer amigos e influir en la gente.
Sea quien sea el próximo presidente de EE UU, tendrá que recuperar el 'poder blando' de su país
Bush ha situado a Washington en la periferia, su sucesor debe volver al centro
Hace 20 años, Estados Unidos parecía tener todo lo que necesitaba un país para triunfar en el mundo: un poder militar indiscutible, una economía que crecía a toda velocidad (y un dólar fuerte) y un atractivo cultural inmenso.
El poder militar de Estados Unidos sigue siendo inigualable; no es posible ser responsable de más de la mitad del gasto mundial en armamento y no obtener algo a cambio, y el Pentágono, desde luego, tiene un arsenal sobrecogedor. Por consiguiente, el único reto para Estados Unidos que puede producirse en el tablero militar y estratégico es el procedente de las llamadas "amenazas asimétricas", ya sean bombas terroristas o ultradiscretos submarinos chinos. Pero no un enfrentamiento tradicional entre grandes potencias (Atenas contra Esparta).
Por el contrario, si medimos la influencia de Estados Unidos en el tablero del comercio y las finanzas mundiales, la conclusión es muy distinta. La Unión Europea tiene hoy un producto interior bruto total superior (respecto al poder adquisitivo relativo) al de Estados Unidos; China ha subido meteóricamente al tercer puesto en la economía mundial; el dólar tiene una debilidad extrema, y famosas empresas norteamericanas de automoción y aeronáutica se encaminan, tambaleándose, hacia la insolvencia.
¿Y qué ocurre con ese tercer ámbito más intangible de poder e influencia, la dimensión del poder blando? Aquí, en mi opinión, la situación es mucho más interesante, y mucho menos previsible. Cuando Nye acuñó el término, había muchas muestras de la capacidad de atracción cultural, ideológica y política de EE UU. Sin embargo, ése es un tipo de poder internacional que puede desvanecerse a toda velocidad si el país en cuestión lleva a cabo políticas impopulares. No hay más que pensar en cómo la histórica admiración de los angloamericanos por la cultura y la ciencia alemanas se vino abajo debido a las locuras del Káiser y las agresiones de Hitler. O en cómo los elogios dirigidos por los intelectuales occidentales al sistema soviético desaparecieron después de que salieran a la luz las pruebas de la represión de Stalin y Brezhnev.
Es cierto que son dos ejemplos extremos, pero merece la pena tenerlos en cuenta al pensar en la disminución de la popularidad de Estados Unidos en la opinión pública mundial durante el último decenio. No hay duda de que la razón principal tiene que haber sido la política exterior de la Casa Blanca de George W. Bush, incitada por la camarilla de intelectuales neocon y partidarios de la línea dura como el vicepresidente Dick Cheney y el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Pero fue una política con acciones muy argumentadas y muy defendidas: declarar la guerra contra Irak sin el respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU; el waterboarding (la técnica de simular que se ahoga bajo el agua al prisionero) y otras repugnantes violaciones de los derechos humanos; las críticas descaradas al Protocolo de Kioto a propósito del medio ambiente; la negativa a firmar los acuerdos universales sobre los derechos de las mujeres y de los niños... Y las repercusiones alcanzaron a todos los funcionarios estadounidenses que se vieron obligados a justificarlas. Por extensión, alcanzaron asimismo a todos los ciudadanos estadounidenses que o habían apoyado esas locuras o no habían sabido presionar a un Congreso abúlico para que pusiera coto a ese unilateralismo desenfrenado y contraproducente.
El resultado fue que la reputación del país (es decir, su atractivo) cayó en picado en prácticamente todos los sondeos de opinión pública del mundo.
Aun así, siempre hubo un resquicio de luz, incluso en el apogeo de las masivas manifestaciones callejeras de hace cinco años en contra de la invasión de Irak. En la mayoría de los casos, la opinión pública siempre distinguió entre la política y el pueblo de Estados Unidos. Pero hoy en día, más vale que no hagamos demasiado hincapié en esa distinción. Yo, que viajo con frecuencia entre EE UU y Europa, Asia y Latinoamérica desde hace 25 años, puedo dar fe de que existe un enorme sentimiento de desprecio respecto a este país en su conjunto: por los fallos de su sistema de sanidad; por su negativa a controlar verdaderamente las armas; por su desproporcionado consumo de las materias primas mundiales; por la decadencia de los barrios pobres de sus ciudades; por la ignorancia del estadounidense medio sobre historia, geografía e idiomas... Sin embargo, es interesante también ver cuántos extranjeros dicen que no son antiamericanos en sí, sino sólo contrarios al Gobierno actual de EE UU. Si eso es verdad, no es impensable que en el futuro veamos un renacer del poder blando de EE UU.
En primer lugar, no existen países que, por sí solos, puedan constituir polos de atracción capaces de rivalizar con EE UU. Europa atrae precisamente porque es una organización poco precisa de pueblos, y, seamos sinceros, ¿quién admira de lejos (o de cerca) a la Rusia de Putin o la República Popular de China? En segundo lugar, en el último año o dos de la presidencia de Bush, resulta curioso observar que Washington se ha vuelto mucho más multilateralista y cooperador. La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, tiene una imagen imparcial y justa en las negociaciones sobre Palestina, las armas de destrucción masiva de Irán, Darfur, Kosovo y otros asuntos delicados. El secretario de Defensa, Robert M. Gates, obtiene de los aliados un respeto que el duro y despiadado Rumsfeld nunca pudo aspirar a tener, y seguramente nunca quiso. La funesta influencia unilateralista del vicepresidente Cheney parece haberse desvanecido por algún oscuro pasillo de la Casa Blanca.
Luego hay que fijarse en el propio presidente Bush. Es un lugar común en la política estadounidense que los presidentes, en sus últimos años de mandato, tratan de mejorar su "lugar en la Historia", y George Bush no es ninguna excepción. Pero habría que ser verdaderamente fanático para considerar mero escaparate algunas de las políticas que Bush (con su mujer, Laura) ha estado impulsando en los últimos tiempos, por ejemplo, en apoyo de las jóvenes democracias africanas, el aumento de la ayuda exterior y la lucha internacional contra el VIH / sida.
Por último, está el ineludible tufillo de entusiasmo en todo el mundo ante la posibilidad de que un nuevo inquilino de la Casa Blanca pueda sacar a EE UU de la periferia de la opinión mundial y hacer que vuelva a ocupar el centro y a tener un papel dirigente; con sensatez, con espíritu colaborador, pero dirigente. Es posible que ese entusiasmo se deba, en gran parte, a lo que sólo puede denominarse "el síndrome de la fascinación con Obama" en el extranjero, que quizá no debe extrañar, puesto que es un síndrome que también se ha visto en bastantes estados norteamericanos, desde Connecticut hasta Wisconsin.
Ahora bien, sea quien sea el próximo presidente de EE UU, parece justo decir que el mundo depositará muchas de sus esperanzas en alguien que verdaderamente trate de recuperar, con inteligencia y empatía, el poder blando de su país. Al fin y al cabo, las estrategias de Dale Carnegie para hacer amigos e influir en la gente daban resultado sólo porque había muchas personas dispuestas a ser amigas y dejarse influir.
Paul Kennedy ocupa la cátedra J. Richardson de Historia, y es director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © 2008, Tribune Media Services, INC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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