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Columna
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Museo Spitzner

Una tarde de 1932, un joven pintor que visitaba la Feria de Bruselas entró en una atracción en cuyo cartelón de entrada figuraba el dibujo de dos hermanos siameses y una doncella recostada en una urna, entre encajes: el Museo Spitzner. En el vestíbulo, el visitante chocaba con los esqueletos contrastados de un ser humano y un simio, pulidos y brillantes como piezas de ajedrez sin estrenar; algo más allá, entre la penumbra y paredes tapizadas de un rojo de hemorragia, una pintura atroz representaba al doctor Charcot mostrando didácticamente a sus alumnos los retorcimientos de una histérica. El resto, para Italo Calvino (que tuvo oportunidad de presenciar una reconstrucción en París en los años ochenta) consistía en "una atmósfera entre científica y turbia, a un tiempo de laboratorio de hospital, de tanatorio y de barraca de luna-park", donde podían hallarse fetos encerrados en bocales de formol, láminas que reproducían las deformidades resultantes del alcoholismo y la sífilis, versiones en cera de monstruos de tres piernas y dos sexos y el maniquí de una mujer que sufre una cesárea sin anestesia, mientras su cabeza, perfectamente peinada, se descoyunta de dolor. El museo había sido fundado por un tal doctor Spitzner alrededor de 1850, y llevaba más de medio siglo peregrinando por las ciudades del norte de Francia y de Bélgica con el fin de mostrar a los profanos qué escueta línea separa la ciencia del horror. Para el joven pintor devoto de los primitivos flamencos y las entrevisiones de De Chirico, el ingreso en aquel infierno de alcanfor y lámparas mortecinas supuso una revelación, un camino de Damasco que le convencería del rumbo que su arte debía explorar en los años venideros. Salió del recinto sudoroso, no sabemos si asustado o deslumbrado, dispuesto a recoger su testimonio en un cuaderno de dibujo que se convertiría para siempre en depósito de pesadillas.

"Paul Delvaux sigue siendo mal conocido por muchos amantes del arte"

Mujeres desnudas, de pechos ubérrimos y rostros que miran de perfil como las primeras estatuas griegas, extraviadas en medio de ciudades en la noche, a punto de tomar un tranvía que no conduce a ninguna parte a no ser al volcán mudo que se insinúa sobre los frontones de los templos, cuartos cerrados con tapices y lámparas que no ofrecen luz, donde una pareja de esqueletos practican el remedo macabro de un paso de baile y dos hombres con gabardina examinan bajo una lupa una hoja, un diamante, la media luna de la uña de su dedo índice, cortinas descorridas en una ventana tras la que huye un paisaje poblado de cipreses, que tal vez evoca un viaje lejano o la muerte, el más lejano de todos los viajes: son las criaturas que Paul Delvaux, el gran surrealista belga, descubrió en el Museo Spitzner, que desde su entrada en aquella galería tenebrosa pasaron a instalarse en su insomnio, acongojado por miedos infantiles que no encontraban desembocadura y que finalmente acabaron por plasmarse en sus cuadros. Esos mismos cuadros que ahora, hasta el 27 de abril, el curioso de la angustia y sus dobleces puede contemplar en el Museo Picasso de Málaga, en una exposición absolutamente imprescindible que trae por primera vez a Andalucía lo más granado de la obra de su autor. Menos visible que Magritte y De Chirico, sus almas gemelas, menos divulgado por las enciclopedias y las portadas de los libros, menos emparentado quizá con el jeroglífico que con el intento de dar expresión visual a las formas secretas del espanto, Paul Delvaux sigue siendo mal conocido por muchos amantes del arte y de aquella de sus vertientes que se propone explorar los sumideros peor ventilados de nuestra condición. Asomándose a sus panoramas, uno siente la tentación de dar la vuelta al famoso verso de Próspero en la comedia de Shakespeare: más que de los sueños, todos estamos hechos de la misma materia de nuestras pesadillas.

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