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Reportaje:CINE

Ficciones postraumáticas

Un recorrido de un siglo, desde los mutilados de J'accuse, la película de Abel Gance de 1919, hasta la ausencia en La vida sin Grace, el filme de James C. Strouse que se estrenará la próxima primavera en todo el mundo

Algún día esta guerra acabará. Será suficiente para los muchachos. No buscan otra cosa que el camino a casa. El problema es que he estado allí y sé que ese hogar ya no existe", reflexionaba el capitán Willard (Martin Sheen) en una de las etapas de ese viaje al corazón de las tinieblas que fue Apocalypse Now (1979). Sus palabras sintetizaban esa verdad que recorre la obra de Joseph Conrad: hay viajes que excluyen toda posibilidad de regreso. O que exigen regresar con un molesto exceso de equipaje en forma de síndrome postraumático, cargamento de culpa o problema de reingreso. El cine ha recogido el testigo convirtiendo el tema del regreso del soldado en una situación arquetípica sujeta a las modulaciones de la Historia.

La mutación con respecto a los discursos generados tras las dos conflagraciones mundiales es radical
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El espanto (acusador) surge de la tumba

La primera imagen testimonial en celuloide de los desastres de la guerra fue tan inmediata que precedió al mismo concepto que representaba: los Gueules Cassées (caras rotas) no recibieron su nombre hasta que el coronel Picot fundó en 1921 la Union des Blessés de la Face, pero Abel Gance ya se había servido de la escalofriante imagen de los mutilados de guerra dos años antes para cerrar J'accuse! (1919). El cineasta se adelantó, asimismo, a un relevante trabajo de Otto Dix: el grabado Transfiguración, perteneciente a su serie La Guerra, en el que el rostro demolido de un soldado superviviente esbozaba una inquietante poética del cuerpo deshumanizado. Nueva presencia en el paisaje civil, el mutilado de guerra funcionaba como contrafigura del progreso: era el resultado del letal poder del armamento utilizado en la contienda, pero, también, el testimonio de la progresiva eficacia de los recursos médicos para salvar vidas.

En el alegórico desenlace de J'accuse!, un grupo de mutilados de guerra, con los rostros desfigurados, encarnaba a los soldados caídos en el frente: una legión espectral que emergía de la tumba para proyectar la culpa hacia retaguardia, exigiendo a gobernantes -pero también a esposas tentadas por la infidelidad- una actitud a la altura del colectivo sacrificio. En 1938 Gance reutilizó esas imágenes en lo que no era tanto un remake de su película pionera como una suerte de extravagante secuela con elementos de ciencia-ficción. En su libro The monster show. A cultural history of horror, David J. Skal sugiere que los rostros fracturados de esos mutilados de guerra desvelaron el subtexto que recorría la imaginería del cine de terror de los años veinte y treinta: los sucesivos maquillajes deformantes de Lon Chaney y Boris Karloff habían funcionado como metáfora de ese horror que la guerra había esculpido en carne de trinchera.

De Norman Rockwell a Edward Hopper

A través de la metafórica destrucción del rostro, la herencia psicológica de la Primera Guerra Mundial se manifestó como percepción de la identidad como contingencia, de la individualidad como materia frágil barrida por los vientos de la historia colectiva. Resulta significativo que, en un primer momento, Homer Parrish, el personaje que ejerce de centro moral y simbólico en Los mejores años de nuestras vidas (1946), de William Wyler -la gran película sobre el regreso de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial-, fuese un ex soldado con trauma de guerra. Cuando Wyler descubrió a Harold Russell en una película militar sobre la rehabilitación de los mutilados de guerra, decidió trasladar las heridas de Homer del ámbito psicológico al físico. Russell no había perdido sus manos precisamente en el campo de batalla, sino durante el rodaje de una película de entrenamiento, pero sus icónicos garfios proporcionaron al melodrama de Wyler una imagen perdurable y cargada de sentido.

El particular síndrome postraumático de la época no subrayaba una pérdida de identidad, sino de funcionalidad: los tres personajes principales de Los mejores años de nuestras vidas regresaban del frente para chocar con una sociedad civil incapaz de otorgarles un nuevo uso. En cierto sentido, eran personajes que habían salido de una ilustración de Norman Rockwell -la América idealizada que creía en sí misma y en sus héroes- para, a la vuelta, descubrirse en el interior de un cuadro de Edward Hopper, el territorio de la desconexión y el aislamiento.

La pistola en la sien

Luke Martin, el veterano de Vietnam paralítico que encarnaba Jon Voight en El regreso (1978), de Hal Ashby, era, en el fondo, una impostura sentimental -una versión nuevo Hollywood del Ron Kovic que escribió Nacido el 4 de julio-, pero el cineasta lo convirtió en convidado de piedra entre veteranos reales en la escena que abría la película. El gesto resultaba significativo: Hollywood daba voz a quienes iban a inspirar ese nuevo arquetipo que alcanzaba su consagración en la poderosa escena final, en la que Voight hablaba frente a un grupo de estudiantes para: a) desautorizar al Gobierno que le había enviado al frente y b) asumir su propia culpabilidad en las acciones de guerra.

La mutación con respecto a los discursos generados tras las dos conflagraciones mundiales es radical. La figura del héroe se somete a discusión, así como la propia moralidad (y utilidad) de la guerra. La invalidez de Martin es casi irrelevante: el síndrome postraumático es, esencialmente, psicológico y la culpa permanece en el interior. Otra película de ese mismo año, El cazador (1978), de Michael Cimino, inmortalizó una imagen que era todo un corolario de ese clima moral agitado por furias contraculturales: la ruleta rusa. O sea, la pistola en la propia sien.

La inmadurez y el Gran Trauma

Tanto En el valle de Elah, de Paul Haggis, como la película La vida sin Grace, de James C. Strouse (que en España se estrenará el 13 de junio), plantean una singular -y extrema- modulación del tema del regreso del soldado: en ambos casos, el regreso no es tal, sino una negociación con la ausencia. En los tiempos de la guerra de Irak, el viejo concepto de cuerpo del héroe se desvanece para dar paso a la desintegración (moral y física) o al vacío. Haggis propone mirar al presente desde los ojos del héroe cansado, que contempla la emergencia de una forma de horror ajena a todo parámetro ético: un síntoma patológico propio de esa generación de la inmadurez que se vio golpeada por el Gran Trauma del 11-S y que, como acto reflejo/defensivo, banaliza y fragmenta su inercia agresora en las micro-narrativas de YouTube y las películas grabadas con el móvil. La vida sin Grace muestra el reverso de la moneda: en ella, un tipo gris y taciturno recibe la noticia de la muerte de su esposa en Irak. Incapaz de transmitir la información a sus hijas, emprende con ellas un viaje en dirección al perfecto no-lugar simbólico de la era de la inmadurez: un parque temático. El clima de la película entronca con otro título reciente: En algún lugar de la memoria, de Mike Binder, donde Adam Sandler daba vida a un individuo que había perdido a su mujer y sus hijas en el atentado contra las Torres Gemelas. Su síndrome postraumático le convertía en una suerte de ermitaño freak, abducido por interminables partidas del videojuego Shadow of the Colossus. Las palabras del capitán Willard adquieren una nueva resonancia: el hogar, en efecto, ya no existe, pero tampoco hay nadie que pueda volver a casa. El único refugio del superviviente son los limbos (o los infiernos) virtuales.

Imagen de <i>Ahlaam (Sueños),</i> del director iraquí Mohamed al Daradji.
Imagen de Ahlaam (Sueños), del director iraquí Mohamed al Daradji.

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