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Columna
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Incitación al infiel

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, prometió tímidamente en este mismo periódico que, después de las elecciones, iba a poner a los obispos en su sitio, pero se oyeron en Roma las carcajadas de Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid. No se sabe si porque llevó las risas en su vuelo el Espíritu Santo o porque se produjeron en la propia sede de la Embajada de España donde Rouco disfrutaba de una merienda habitual con el devoto embajador de esta devota nación.

Pero el cardenal debió reír, primero, porque quizá no está seguro a estas alturas de que José Luis Rodríguez Zapatero tenga muy claro cuál es el sitio de los obispos, y sus votantes tampoco; y, segundo, porque cree que el presidente del Gobierno de España no debe olvidar la potestad divina que asiste a Rouco para poner al presidente de un Gobierno democrático, y con él a sus votantes, donde su eminencia reverendísima cree que le corresponde.

Si los obispos no fomentan la persecución se quedan sin mártires, y una Iglesia así está perdida

Y como eso no se arregla con un caldito, el cardenal ha de entregarse más a su cruzada en favor del anticlericalismo, aun a riesgo de pasar menos por la Almudena, ausencia que preocupa a algunos de los católicos de esta archidiócesis -no sé si todos ellos bendecidos por la Comisión de la Doctrina de la Fe o expuestos a que los examine el nuevo inquisidor, García-Gasco- ante la elección de su pastor como prelado mayor del reino en una empresa sin incompatibilidades. No sólo por la mella que en su salud pueda producir tanta acumulación de trabajo y responsabilidades, con el consiguiente incremento de sus habituales viajes a Roma, sino porque la archidiócesis de Madrid pueda llegar a dar la impresión de haber sido abandonada.

No dejan de tener en cuenta que para el cargo local, Rouco cuenta con obispos auxiliares que le echan una manita, y que la incorporación de Juan Antonio Martínez Camino es una ayuda en toda regla, aunque para éste sean lo de menos las sacristías de los pueblos, pero temen que, no yendo las cosas bien para la Iglesia católica madrileña, por los efectos de la persecución de la sociedad laica y las perversas consecuencias de la secularización tan extendida, haga falta una evangelización en toda regla que obligue al arzobispo a un esfuerzo añadido.

Sobre todo ahora, en su necesario forcejeo con el inventor del laicismo, José Luis Rodríguez Zapatero, al que Antonio María Rouco le ofreció ayer sus oraciones. No saben, sin embargo, los inquietos fieles si cuando el laico pretende poner en su sitio al mitrado algo tiene que ver con los indicios de que en el orden financiero las cosas no le van bien a la mitra de Madrid, que es una razón más para inquietarse, porque al arzobispo le falte tiempo para dedicarse a su tarea de la Iglesia local.

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Sí saben, en cambio, que el cardenal Antonio María Rouco Varela no corre peligro de que el Papa pueda pedirle cuentas de su gestión, con una auditoría de la empresa que regenta en sus santas manos, pero la posible imagen de gestor ineficaz que pueda transmitir sería, para quienes le quieren, muy dolorosa, y para su orgullo, un palo.

Los fieles del cardenal de Madrid tal vez hayan incurrido en el error de no apreciar su verdadera estrategia pastoral: volver a una Iglesia de las catacumbas, una Iglesia con pocos, pero auténticos.

Ese proyecto no es que requiera más dedicación a los fieles, sino que es necesario emplear más tiempo en los infieles. Y no para catequizarlos precisamente. Todo lo contrario: para propiciar en ellos un anticlericalismo, que parecía una antigualla arrumbada y Rouco ha conseguido reverdecer. En esa tarea hay que reconocer que no ha cejado, y habría que tener esa ardorosa dedicación por un acierto y los resultados que se van viendo venir por un éxito suyo.

Es una ambición en la que lo más lógico podría parecer que no pusiera dificultades a los que quieren apostatar, sin que sea necesario que les ayuden en el Ayuntamiento de la localidad madrileña de Rivas-Vaciamadrid, por ejemplo, pero ni es tan fácil anular los efectos de la acción sacramental del bautismo con una goma de borrar ni se debe desaprovechar esa resistencia ante los apóstatas para provocar aún más esta floración anticlerical.

Si los obispos no fomentan la persecución se quedan sin mártires, y una Iglesia sin mártires está perdida. Por eso Rouco debe estar ahora muy agradecido a aquellos de sus perseguidores que exigen a los partidos la derogación del Concordato del 79.

Aunque quizá lamente que no hayan sido lo suficientemente encarnizados en ese ánimo de martirizarlo, con lo que es probable que tenga a estos anticlericales por algo ineficaces en lo suyo y lamente verse obligado a sacar de nuevo a los fieles a la plaza pública para provocarlos.

Todo sea porque un anticlericalismo verdadero llegue a darle a monseñor la gloria que él tanto desea.

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