Hijos
El monólogo es un género delicado, de gran fragilidad. No debe confundirse con el soliloquio, que consiente cualquier rudeza o extravío porque no se dirige, en teoría, a nadie: la persona habla para sí misma, extraviada en los meandros de su pensamiento. Con el monólogo, en cambio, se apela a un oyente silencioso. Se le invoca, se le explica, se le exige, sin contar con la guía de sus respuestas. El monologuista debe, en cierta forma, introducirse en la mente de quien escucha.
En su forma más elemental, el monólogo puede asumir la forma de una arenga. Un ejemplo, Napoleón en Egipto, antes de la batalla contra los mamelucos: "Soldados, desde estas pirámides 40 siglos os contemplan". Puede ser también discurso político, con el ánimo de convencer o manipular a las masas. Es célebre el que Shakespeare pone en boca de Marco Antonio, en Julio César: "Amigos, romanos, compatriotas, escuchadme: he venido a enterrar a César, no a ensalzarlo".
A veces es a un tiempo arenga, discurso político y lección moral, y alcanza su calidad más elevada. En ese caso, cada palabra cuenta. Basta un error, un término falso, un sonido impostado, y el edificio verbal se viene abajo. Hace falta un perfecto equilibrio.
No es frecuente contemplar en televisión un monólogo de calidad. Cuando ocurre, el resto de la emisión se desdibuja: ruidos grabados, imágenes electrónicas, simple rutina industrial. Ayer se produjo uno de esos raros momentos.
El monólogo de Sandra, hija mayor de Isaías Carrasco, asesinado por ETA, fue una muestra de claridad, concisión, rigor y altura moral. Agradecimiento, recuerdo y mensaje, sin una letra superflua.
Personalmente, admiro las piezas oratorias breves y tersas, de alcance universal. El monólogo de Sandra tenía el respiro enjuto del verso octosílabo y desembocaba, como exige el canon, en una frase esencial, un pie quebrado solemne: "Son unos hijos de puta". Impecable.
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