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Reportaje:ROUCO TRES

El amigo de Ratzinger

Desde Merry de Val, ningún otro cardenal ha tenido tanto poder en Roma como Rouco

El secreto del poder del cardenal Rouco se llama Ratzinger. Pero yerran quienes atribuyan la brillante carrera del cardenal de Madrid sólo a su vieja amistad con el papa Benedicto XVI. Rouco lleva 32 años en la Conferencia Episcopal y fue nombrado a los 59 años príncipe de la Iglesia (es lo que son los cardenales, apenas 120 en el mundo), una edad en que muchos prelados actuales no han sido consagrados obispos. Treinta y dos años son muchos en un oficio de mando, sobre todo para un hombre suave de modales, pero rocoso, austero, trabajador incansable y con gran olfato para averiguar la dirección de los vientos eclesiásticos.

Suele decirse que los obispos españoles tienen tortícolis de tanto mirar a Roma. Pese a ser canónicamente pontífices en sus diócesis, y el Papa no más que un primus inter pares, es verdad que la mayoría actúa por lo que se diga en Roma. Rouco, no. Rouco es, en realidad, Roma. Cómo logró esa compenetración natural, que le ha hecho pisar con firmeza en un terreno habitualmente pantanoso, hasta el punto de despreocuparse desde hace años por lo que haga o deje de hacer el nuncio del Papa en Madrid, es algo que explican bien sus admiradores, que son legión. Rouco tiene certezas doctrinales y políticas. No necesita mirar lo que va a hacer Roma. Lo sabe de antemano.

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Rouco, además, viaja mucho a Roma. Allí estuvo hace apenas una semana, y sus incondicionales se encargaron de correr la voz en la asamblea de los obispos de esta semana. ¿Habló allí de sus aspiraciones presidenciales? Nunca se sabrá. Pero sus fieles sonríen. Es seguro, esto sí, que cuando Rouco viaja a Roma, entra y sale del despacho del Papa como el obispo Blázquez en el suyo del palacio episcopal de Bilbao.

El papa Ratzinger y Rouco son amigos. "Mi amigo Ratzinger", solía decir Rouco cuando Benedicto XVI era un prelado más de la curia vaticana, y también cuando ascendió al poderosísimo cargo de gran inquisidor de la Iglesia universal.

El "amigo Ratzinger" no olvidó nunca al joven español, delgado y escueto, incluso frágil —había nacido en el verano de 1936, un tiempo terrible en España para nacer—, pero tenaz como un labrador gallego, que apareció por Múnich con una maleta de madera en los años sesenta del siglo pasado. No era un emigrante. Iba a doctorarse en Teología. Aprendió mucho más. Sobre todo, supo convivir y madurar en un país donde el 50% de los que creen en Dios pertenece a una religión distinta de la católica. Fue una lección de humildad, pero también de reto por la evangelización, para un joven sacerdote que hasta entonces veía normal, incluso necesario, que el Boletín Oficial del Estado español iniciase algunos decretos con un "en el nombre de la Santísima Trinidad".

En Múnich se conocieron Rouco y Ratzinger, y se acostumbraron a hablar en alemán. Siguen haciéndolo en esa lengua, aunque también podrían comunicarse en italiano e, incluso —o sobre todo—, en latín, que los dos hablan como dos curas antiguos.

El viaje a Alemania, la patria de Lutero, le valió, además, para comunicarse mejor con el polaco Karol Wojtyla, otro superviviente con maleta de madera. En un ambiente —el del Vaticano— de prelados engreídos, que se sienten élite de su organización, el gallego Rouco y el polaco Juan Pablo II, austeros, cazurros y sabios como el cura rural de Bernanos, confraternizaron de manera natural.

Pero tampoco sería justo atribuir a Wojtyla la carrera episcopal de Rouco, o a Ratzinger su culminación. Rouco era obispo cuando estos dos últimos papas apenas habían despegado. Lo elevó a ese rango Pablo VI en 1976, cuando acababa de cumplir Rouco los 40 años. A esa edad, casi un chaval si se compara con la de los obispos auxiliares de ahora, empezó su carrera jerárquica uno de los cardenales más poderosos y mejor relacionados de la historia de España.

Desde que hay estadística sobre la cuestión, allá por el año 1200, España ha tenido 202 cardenales. La archidiócesis de Madrid, creada en 1964 (hasta entonces era sufragánea de la de Toledo), suma tres, dos menos que Málaga y Barcelona, por ejemplo.

El primero fue Tarancón, que llegó en 1971 a Madrid siendo ya cardenal primado de Toledo por elección de Pablo VI en 1968. Tarancón mandó mucho porque Juan XXIII y Pablo VI lo tenían como una flor rara en la Iglesia de entonces, apegada a la dictadura. Pero no le dejó Roma hacer siempre lo que quería. Ni siquiera pudo nombrar obispo a su vicario general, el jesuita José María Martín Patino. Rouco acaba de hacer prelado de Lugo a su sobrino Carrasco Rouco, y auxiliar en Madrid a su gran escudero, el jesuita Martínez Camino.

Hay que remontarse a finales del siglo XIX y primeros años del XX para encontrar otro prelado igual. Es el cardenal Rafael Merry del Val y Zulueta. Si hubiera nacido italiano, habría sido elegido papa en el cónclave que designó a Pío XI en 1922. Era hijo de marqués e hizo una carrera espectacular: diplomático en Canadá, presidente de la Academia Pontificia, arzobispo de Nicea, cardenal por decisión de san Pío X a los 38 años y secretario de Estado vaticano o responsable del Santo Oficio de la Inquisición con san Pío X (1903-1914) y Benedicto XV (1914-1922). Antes que él habría que remontarse a los dos papas valencianos: Calixto III, de civil Alonso de Borja (Torre de Canals, 1378-1458), y a su sobrino Alejandro VI, el nombre que tomó Rodrigo de Borja, natural de Játiva.

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