Debates
El pasado 25 de febrero, mientras Zapatero y Rajoy se enzarzaban en el gran debate, TV-3 emitía Caçadors de paraules. La coincidencia de los dos espacios parecía una metáfora del solipsismo catalán, una declaración de "eso no va con nosotros" considerablemente pasota cuando lo que está en juego es la presidencia del Gobierno español. La noche del viernes TV-3 convocó su propio debate. A cinco, por supuesto (Albert Rivera lo siguió desde el aparcamiento de Sant Joan Despí): la pluralidad minifundista catalana frente al bipartidismo extensivo español.
Mientras transcurría ese debate, algo aburrido -siempre es más épico el desafío a dos que una escena colectiva de baile, por más pisotones que se registren entre las parejas-, la Primera emitía Superdupla, y La 2, la película Segundo asalto, que, sin proponérselo, se convirtió en un anuncio del gran combate de pesos pesados -Cuatro dixit- de anoche. Es cierto que TVE celebró el jueves un debate a siete, pero los partidos, salvo Esquerra Republicana, enviaron a honorables pesos mosca que hundieron el interés general y ratificaron que toda la carne está en los asadores de los mano a mano.
Es preocupante, en todo caso, que desde las televisiones públicas se dé por buena la existencia de realidades paralelas fragmentarias, sin puntos de contacto. Uno se pregunta si la virtualidad es de natural segregacionista o bien si sólo refleja el segregacionismo instaurado en el discurso político, por más que buena parte de él esté dedicado a negarlo. Lo cierto es que, en la era en que todas las cadenas se ven en todas partes, la televisión no está contribuyendo en nada a crear un debate global de país. Por no hablar de Europa, escandalosamente ausente de esta campaña. Da la sensación de que cada compañía emite pro domo sua, para recompensar a su audiencia, y que la parte de formación política que debieran tener al menos las emisoras públicas duerme el sueño de los justos.
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