La generación del 63
Ahora se va a cumplir un año de la muerte de Josep Maria Huertas Clavería, y me doy cuenta de que Huertas formaba parte de una generación hecha de horas. Me explicaré. Como los sueldos de los periodistas eran bajos, esa generación trabajaba en mil cosas durante el día, y cuando se incorporaba a las redacciones, cumplida ya una jornada en otros sitios, aún tenía energía, y sobre todo ilusión, para llenar mil noches. Querían imaginar que eran la generación de la esperanza.
En 1963 sólo se podía estudiar periodismo en una Escuela Oficial situada en Madrid, al final de la Castellana, ante unos descampados donde aparcaban coches, se intercambiaban apuntes y los gatos fugitivos maquinaban una noche de bodas. Esos descampados valían oro, y los especuladores ya lo sabían, pero ningún periodista lo había adivinado aún, y los pisaban sin saber que debajo había petróleo.
En Barcelona sólo se podía celebrar un examen de ingreso, y toda la carrera -tres años y reválida- debía cursarse en Madrid. Pero se admitían alumnos libres, que sólo iban a la capital a examinarse, y mientras tanto trabajaban y estudiaban en Barcelona, es decir, fabricaban horas. Me atrevo a decir que también numeraban sueños. En el examen de 1963 conocí no sólo a Huertas Clavería, sino a una serie de futuros periodistas que iban a formar toda una generación, y que los lectores conocen hoy sobradamente, aunque uno de ellos sea hoy sólo una lección y un recuerdo. Hablo de Lluís Permanyer, hablo de Francesc de Carreras, de Gonzalo Pérez de Olaguer, de Joaquín Escudero, hablo de José Martí Gómez. Todos fuimos amigos, aprendimos unos de otros, creímos en un país mejor y por lo tanto fabricamos sueños durante el día, que luego intentábamos colar por las noches en los diarios de la época. Todos pasamos alguna vez por un café de la Puerta del Sol que no cerraba nunca, el Flor, y uno de los hoteles más modestos del mundo pero que tenía el nombre más pomposo del mundo: Gran Hotel del Universo. El hotel tenía un solo excusado, a cuyo aparato principal se ascendía por tres peldaños, o sea, era un trono. En la puerta de la calle siempre había alguien que buscaba una propina por subirte la maleta, en la amarga España de la época. Cuando le saludabas, te resumía exactamente la situación social del país diciendo: "Mire, aquí estamos".
Los años me han enseñado mucho de todos, especialmente de aquellos con los que compartí las redacciones de la larga noche. Por ejemplo, de Lluís Permanyer aprendí la historia de Barcelona, la de sus principales edificios, el dinero de sus amos y los sueños de sus arquitectos, pero al mismo tiempo aprendí de Martí Gómez la historia de los inquilinos que no podían pagar y la aventura humana de las mujeres que les acompañaron en el camino. Aprendí, sobre todo, de Huertas, de su férrea voluntad, su amor a los barrios, a la gente humilde y a la verdad de sus sueños. Huertas tenía, además, el mérito de soportar una vida muy difícil, porque su padre nunca se portó bien con él, y su madre tenía que sobrevivir a base de alquilar las habitaciones del piso. Nunca, sin embargo, le oí una palabra de rencor por este motivo. Y cuando su padre murió, Huertas aceptó como única herencia un reloj, y aún me dijo que tenía miedo de haber abusado.
No voy a negar, sin embargo, que a veces resultaba difícil trabajar con él. Cuando el periódico ya estaba cerrado, trataba de retirar las noticias que halagaban a los opresores, olvidaban alguna parte de la verdad o mantenían, por orden de la autoridad, la mentira de una España en alza. Pensábamos lo mismo, pero a veces la situación se hacía difícil, porque cada minuto de retraso contaba. Las discusiones eran largas, pero Huertas siempre las terminaba con una sonrisa. "¿Eres feliz?" te acababa preguntando. Y luego, con una expresión burlona: "¿Todavía te aguanta tu mujer?".
Las esposas de la generación del 63 debían de ser unas heroínas, porque me parece que todas aguantaron.
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