No te encuentro el punto
Llevo un rato riéndome sola. Lo digo para que vean en qué estado de ánimo comienzo este artículo. Los psiquiatras dicen que el humano es el único ser vivo que tiene capacidad de reírse. También dicen que cuando un humano se ríe solo es que está para que lo encierren, porque la risa es gregaria. Pero a los neurólogos hay que llevarles un poquito la contraria, que andan últimamente demasiado ufanos con eso de que están cargándose a Freud a fuerza de demostrar que los sentimientos humanos son pura química. Ahí encontramos uno de los hallazgos de Freud: ellos están deseando matar al padre. Yo, ya digo, me río sola, y no hace falta que nadie me encierre porque ya lo estoy. Llevo tan sólo una hora en casa y me entra de pronto un terror agudo: ¿no me estaré volviendo misántropa? Para contrarrestar la soledad miro los periódicos, que cada día vienen más cachondos, de verdad, y veo en la primera página de los principales diarios digitales una noticia que me ha dejado de piedra (pómez): unos científicos italianos han encontrado, valiéndose del ultrasonido, el punto G de las señoras. Enhorabuena. Lejos de mí la intención de quitarle mérito a semejante hallazgo, pero vaya, es dramático tener que echar mano del ultrasonido; generalmente, con buena voluntad, afinación y un poquito de ayuda de tus amigas, casi todos los hombres, por muy torpes que sean, acaban encontrando el punto. También es verdad que los varones se manejan mejor con un plano. Quién sabe si a resultas de esta investigación se patentará un folleto explicativo que las personas podrán encontrar fácilmente en el cajón de la mesilla de los hoteles, por ejemplo, al lado de la Biblia y de las páginas amarillas. Bien es verdad que la imagen de echar un polvo con un folleto en la mano no parece directamente sacada de El imperio de los sentidos, pero, como muchas apostillarían, peor quedarse a dos velas. El que lo sigue, lo consigue. Éste sería nuestra lema. Y no suele conseguirse a la primera. Hay que practicar. ¡Hacer fingering!, como dirían los americanos. El fingering es un deporte sanísimo y con menos riesgo que el puenting. A practicar, que si en algo nos parecemos hombres y mujeres es que de primerizos todos somos torpes. Pero no quiero hablar de sexo. No hay nada más patético que una experta en la materia. El otro día me acordé, por cierto, de una primera gran experiencia -tranquilos, no sexual, sino teatral- que fue muy satisfactoria. Me vino a la memoria cuando en la tele Juan Mayorga, el autor de La tortuga de Darwin, habló de ese momento revelador que fue ver en el teatro María Guerrero a Nuria Espert haciendo de Doña Rosita la soltera. Mayorga tenía 14 años; yo, 17. No nos conocíamos ni nos conocemos ahora, pero mientras iba la otra noche al teatro de la Abadía para ver su función, me hizo ilusión, por simple amor a las coincidencias, que el flechazo teatral se hubiera producido aquella misma noche de 1979. Mis pensamientos teatrales han coincidido también esta semana con ese artículo en el que Lluís Pascual hablaba de cómo el teatro está sobreviviendo a lo que hasta hace nada parecía una agonía irreversible. El público ha vuelto al teatro. El teatro está de moda. No sólo los nacionales. La gente joven llena las salas alternativas. Hay que decirlo alto y con alegría. Y también lanzar un pequeño reproche a los literatos: muchos de ellos han despreciado el teatro como un espectáculo caduco, cutre, que ya nada tenía que hacer con el cine. Es cierto que cuando el teatro es malo produce más bochorno que el cine, por la misma presencia física de los actores, pero no sabe quien no prueba. El punto G se acaba encontrando. Los escritores no van mucho al teatro, y en los medios de comunicación siempre aparece en un segundo plano; pero se equivocan, hay un runrún al que no se está prestando atención y es el de ese público, viejo y renovado, que se saca su entrada y quiere ver lo hortera, lo convencional o lo sublime. Como ocurre con los libros o las películas. Ya digo, fui al teatro, a ver a Carmen Machi hacer de tortuga. Pocas actrices españolas sabrían ser tan tortugas de verdad como ella. Lenta y adaptable. Sabia e inocente. Pequeña y poderosa. Camaleónica, eso. A ella te la imaginas de carnicera, de pescadera cortando merluza, de enfermera del Gregorio Marañón, de ladrona de Atraco a las tres, de ordinaria, de víctima o de envenenadora de ancianas. Lleva en la cara todas las mujeres posibles, pero sobre todo tiene la cara de las currantas, porque ella misma lo es: se hace una serie y se hace una obra, y, mientras, pasa el trance de una afonía a fuerza de Urbasón. El público la ve y se emociona. O no la ve, como el ciego que la otra noche se colocó en primera fila con su perro y acabó provocándole un asma que el público casi asiste a la muerte en vivo de la tortuga. Imagino que cuando Rajoy habla de currantes se refiere también a ella, a esa Machi que se levanta a las seis de la mañana para convertirse en Aída y vuelve a casa a las doce tras haber sido tortuga. La llaman la gran colocadora, porque el arte de la comedia está en saber colocar las frases en el momento justo. Pero yo, que no soy experta ni en comedia ni en nada, la quiero porque me encuentra ese punto G de la risa y la piedad. Tan pequeña... ¡Es la Machi!
Por torpes que sean, todos los hombres acaban encontrando el 'punto G', aunque sea con un plano A Machi la llaman la gran colocadora; el arte de la comedia está en colocar las frases en el momento justo
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