Miró ruso
Son los primeros años veinte y Miró, como tantos miembros de la vanguardia, se ha ido a París. Lleva consigo el cuadro que ha comenzado a pintar en Montroig, el lugar donde encuentra la casa entendida como origen. Pinta y destruye, contará en una carta. Plasma un mundo en apariencia reducido y compacto que debe haberse llevado impreso en la retina, porque La masía desvela cada uno de los detalles con una precisión exasperante. Pintar de memoria Montroig desde Barcelona primero y luego desde París, la herencia del pasado que traslada hasta el futuro.
O todo lo contrario, quién sabe, pues como recuerda Jacques Dupin, Miró vuelve de la capital francesa "con las manos vacías". Tal vez París es pasado incluso al llegar: para Miró aquello que deja atrás en su viaje parisiense tiene más de lo por venir. Desde entonces, la búsqueda de lo esencial tendrá regusto a otro tiempo, anhelo de un lugar imaginario, el locus metafórico al cual se pertenece, todos pertenecemos.
Es el rincón que busca el Eugene Onegin de Pushkin, condenado al exilio tras ignorar a Tatiana, la vidente, la madre, los lazos con la tierra. Es la añoranza del país natal donde se representa la pertenencia y hasta la disolución, los orígenes innegables; dejarse llegar, porque, en su naturaleza prístina, ese lugar encarna las espiritualidades, lo que se abstrae del resto, elementos de la herencia simbólica que se trasladan allí donde cada uno es arrastrado por lo inexorable de la vida.
Lo saben bien los rusos, sumergidos en una herencia regida por el exilio. No es infrecuente verlos, aún hoy, en un museo, frente a un bello icono, rezando. Como si de un interior holandés se tratara, el mundo es lo que abarca la retina, el mundo que es visto —ni más ni menos—. No importa lo lejos que pueda hallarse su casa: la superficie dorada del icono, sus capas de transcurso, capturan el consuelo a la existencia, vapuleada por el regreso imposible.
"Hay que explorar todas las chispas de oro en nuestra alma", escribe Miró a Ràfols desde Montroig en 1923. "Trabajar lentamente, como un orfebre, que mis obras, al ser abandonadas y retomadas, vayan adquiriendo una pátina, como de oro viejo, como una esmeralda enterrada", anota en un cuaderno de trabajo, obsesionado todavía por su búsqueda reiterativa de lo fundamental, ese recodo delicadísimo que va rastreando cada uno de los que rezan frente al icono dorado en el museo ruso.
De ese Miró ruso, en tanto anhelante del país natal, habla M. J. Balsach en Joan Miró. Cosmografías de un mundo originario (1918-1939) (Galaxia Gutenberg). Se trata de un Miró que, en su aspiración de espiritualidad, regresa y retoma las raíces catalanas, pero como lo esencial, si de verdad lo es, trasciende y supera las particularidades, termina por representar, en el bello relato que propone Balsach, la personificación de una búsqueda colectiva: el origen del quehacer artístico que Miró comparte con las brillantes e inesperadas hermandades visuales y literarias propuestas en el texto.
No muy lejos en la estantería hay otro libro de la misma editorial que recoge los poemas de las dos grandes poetas rusas, Tsvetáieva y Ajmátova, traducidas por Olvido García Valdés. Parecen libros complementarios, quizás porque las cuatro poetas —las dos rusas, la traductora y Balsach— van cada una a su modo en busca del país natal. "No la llevamos en amuletos sobre el pecho, / ( ) Pero yacemos en ella y en ella nos convertimos / y por eso, con toda libertad, la llamamos nuestra", escribe Anna Ajmátova en Tierra nativa. No dejen de leerlos. Se encontrarán con unas poetas únicas, un Miró inesperado y una parte de su propia historia que habían desterrado del día a día, aunque la echaran tanto de menos.
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