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Columna
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Odio los 'graffitis'

"Lees en la prensa y parecen víctimas, pero algunos de ellos no lo son. Tal vez sea porque la palabra víctima se ha manipulado de tal manera y ha sufrido tal devaluación que cualquier día, siguiendo los criterios que se aplican al drama del terrorismo, alguien cuyo padre murió de diabetes podrá definirse como víctima de esa enfermedad, aunque esté sano como un roble. No sé si me entienden".

Todo eso lo pensó Juan Urbano mientras paseaba por la calle de Fuencarral con los ojos amargos de ver las pintadas que los graffiteros y otros kaleborrocas semidesnatados hacen en muros, escaparates y puertas hasta convertir la ciudad entera en la fachada de un basurero. Porque el caso es que cuando él ve esa sucesión de firmas y monigotes estampados sobre un comercio, por ejemplo, no ve arte sino gamberrismo; no ve a un joven que ejerce, spray en mano, su libertad de expresión, sino a los pobres dueños de la tienda desolados al llegar una mañana y ver el destrozo, y abrumados de pensar en cómo, con qué y por cuánto les va a salir reparar los daños. También se los imaginó entregados a ideas sádicas al pensar en lo que les gustaría hacerle con el aerosol al simpático que esa madrugada les dejó el establecimiento hecho un cuadro, en el mal sentido de la palabra.

Si te gusta pintar casas, pinta la de tu familia, que seguro que estará encantada de enseñarla

El caso es que lees los diarios y ves que cuatro menores de Coslada han sido condenados a pagar una multa de 411 euros y a realizar trabajos en beneficio de la comunidad por pintar con graffitis en un edificio municipal. Y que otro presunto artista callejero de 17 años ha sido condenado a limpiar durante 70 horas la fachada de los juzgados de Getafe. O que a otras dos adolescentes de A Coruña les ha caído un fin de semana de arresto y una condena que les obliga a pagar los costes de la reparación de su fechoría, que asciende a 240 euros, la cantidad que el pintor cobró a la dueña del muro agredido. O te enteras de que, al otro lado del mapa, en Barcelona, una juez ha impuesto dos años de cárcel, una multa de 2.400 euros y una indemnización de 981 a un joven por pintar graffitis en los vagones del metro de la capital catalana, cosa que hacía tirando de la palanca de emergencia para detener el tren, dibujando cualquier cosa que se pueda hacer en 10 segundos en los cristales y la carrocería del vehículo, y huyendo a la carrera. Picasso express.

Y la verdad es que la última sentencia parece un poco excesiva, pero las otras no le parecen nada mal a Juan Urbano, que detesta la retórica de algunos toreros de salón que no sólo defienden a los pintamonas, dicho sea con ánimo de describir, no de ofender, sino que se refieren a ellos como artistas. Ya ves tú.

Lo cierto es que el caso de los graffiteros es un síntoma de hasta qué punto los políticos actúan a menudo como malos padres, de esos que tienen miedo a educar a sus hijos y dejan que se conviertan en seres maleducados y egoístas, incapaces de asumir sus errores y siempre predispuestos a faltarle al respeto al que tienen al lado. Porque al asunto de las pintadas callejeras hay que plantarle cara, no sólo lavársela mandando brigadas de limpieza a restaurar las paredes. Para empezar, ¿no sería posible limitar la venta de esos sprays, que hoy día se pueden comprar en cualquier parte? ¿O encontrar algún modo de que sólo los puedan adquirir los profesionales acreditados que los necesiten para hacer su trabajo? No diré que un spray sea un arma, pero sí que hay quienes causan con ellos heridas de colores que, además, suelen dejar cicatriz.

Eso sí, como toda prohibición debe llevar implícita una alternativa, tampoco estaría mal que los ayuntamientos buscasen más lugares para que los graffiteros que no sean simples embadurnadores puedan pasar el rato y mirarse unos a otros. Aunque si te gusta pintar, lo mejor es que te compres unos lienzos y unos pinceles. Y si te gusta pintar casas, pinta la de tu familia, que seguro que estará encantada de enseñarle la exposición a los vecinos.

Juan Urbano siguió caminando por la calle de Fuencarral. Cada metro había un graffiti más feo que el anterior, que, de alguna manera, echaba a perder todo el trabajo de rehabilitación que se está haciendo en ese barrio, que poco a poco se transforma en un lugar bonito, paseable y que tiene un ambiente propio, especial, lleno de locales bonitos que, por desgracia, se dedican a afear los autores de las pintadas que tanto le disgustan. Ojalá el Ayuntamiento decida poner alguna vigilancia en la zona y los juzgados empiecen a ser un poco más serios en este tema y, una de dos, a mandar a los autores del desmán o a borrarlo o a hacer que paguen el precio de la reparación. Igual así funciona.

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