El muro del sexo
Juan Eduardo Zúñiga, uno de los escritores que con más talento y conocimiento de causa han escrito de esta ciudad, dice en Largo noviembre de Madrid: "Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos parecerá un sueño y nos extrañarán los pocos recuerdos que guardamos". Cuánta razón tiene, la memoria es frágil y la vida tirana, nos mueve, nos agita y, al final, ¿no tenemos la sensación de estar estancados y de que vamos más despacio de lo que parece?
Por un lado, los móviles tienen cada hora que pasa más prestaciones y, de un momento a otro, el hombre pondrá el pie en Marte, pero, por otro, la reiterativa presencia de los obispos en los medios con sus reiterativas rancias declaraciones sobre la vida supone una vuelta a los tiempos de la Regenta. Tras una sesión de obispos, me da la impresión de que me voy a cruzar con ella en el ascensor. A estos señores no se les puede ni se debe tapar la boca, porque ellos tienen sus ideas y su fe y sus cosas; lo que es llamativo es que los medios de comunicación les hagan tanto caso, porque sus palabras afectarán a sus seguidores, pero a los demás nos traen sin cuidado. No entiendo por qué cualquier opinión que expresan sale en todas partes, como si en este país sólo hubiese católicos y como si no gozásemos de un Estado laico, por no hablar de las subvenciones aportadas por el erario público. Resumiendo, es de todo punto exagerado y fuera del sentido común el protagonismo de que gozan fuera de sus propios canales de comunicación.
Es exagerado y fuera del sentido común el protagonismo de que gozan los obispos
Por un lado, jamás hemos salido tanto fuera de casa como ahora, nunca hemos viajado tanto al extranjero. Los aeropuertos y las estaciones de tren están llenos del colorido y divina juventud de chicos que recorren Europa o hacen un intercambio en Estados Unidos. Ya no hace falta ser un personaje de Henry James para hacer y deshacer mochilas sin parar, y ya no hace falta ser de una casta especial para aprender idiomas. Con todo lo que se diga, nuestros hijos van y vienen por un mundo más amplio y accesible, mientras que hace unos lustros, algunas de nuestras conciudadanas sólo pisaban el aeropuerto para ir a abortar a Londres. Bueno, pues a estas alturas del 2008, seguimos peleando con el aborto. El aborto aún es un pecado en lugar de un derecho, aún es visto como un capricho en lugar de como una lastimosa necesidad.
Por un lado, las mujeres nos estamos dando a valer, nos estamos incorporando al mundo; que se les rebane el clítoris a las niñas por esos mundos de dios (que a veces tenemos puerta con puerta sin saberlo) nos revuelve el estómago; que se asesine a una mujer un día sí y otro también, a todos nos conmociona, y nos preguntamos por qué esos criminales viven en nuestro mismo barrio, visten como nosotros, parecen normales como nosotros y, sin embargo, son capaces de cometer semejante atrocidad. Ha costado sudor y lágrimas poder llamarle compañero al marido, al novio o al amante, no tenerle miedo al padre; ha costado una vida que los hombres se familiaricen con las cosas de las mujeres y que sepan lo que es un támpax o una compresa. ¿Cuándo se empezó a hablar de la regla en televisión? ¿Cuándo se empezó a ver al descubierto un vientre embarazado? No ha sido fácil que hombres y mujeres mezclen sus vidas; de hecho, la llamada violencia de género arrastra una extraña crueldad hacia el otro sexo, hacia lo distinto. No hace tanto que en Madrid había institutos de enseñanza media femeninos como el Isabel la Católica o el Beatriz Galindo, incluso piscinas con separaciones para hombres y mujeres, sin hablar por supuesto de la enseñanza religiosa, que dividía automáticamente al personal. Por fortuna, cayó el muro del sexo en la enseñanza pública y en las piscinas, pero, mira por donde, ahora nos vienen con la monserga de la "educación diferenciada" sustentada en matices de aptitudes cognitivas para unas materias y para otras según se sea hombre o mujer. Y entonces, ¿por qué no separar por el color de la piel, por la clase social o por el país de origen? Seguro que se encuentran matices para separar. Las diferencias siempre las han sostenido los prejuicios y los privilegios de unos sobre otros. Y, por mucha base científica que en este caso se les quiera dar, esconden una intención completamente reaccionaria, son forzadas, no se sostienen en la realidad, y lo que habría que cambiar de verdad es un sistema educativo que viene fallando toda la vida porque no es flexible ni comprensivo con la gran variedad de capacidades de las mentes que pretende educar.
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