Tengo el corazón contento
Hay dos tipos de personas: las que guardan y las que tiran. A las primeras, a las que se dejan comer por la basura, se les ha identificado como víctimas del síndrome de Diógenes; a las segundas, entre las cuales me encuentro, ni puñetero caso. Miento, más que tirar me gusta ese viaje de ida y vuelta que hacen continuamente los objetos. Yo tiro y a la vez compro cosas usadas. La primera vez que sentí esta justicia poética de la basura reciclada fue en Los Ángeles, donde se inventaron casi antes que en ningún sitio las tiendas de segunda mano, que ahora llaman vintage para sacarte más dinero. La propia industria del cine convierte la ciudad de Los Ángeles en el paraíso de los que tiran o reciclan. El resultado está ahí, en esas películas en las que se rescata el tiempo perdido con objetos que fueron usados y que aún guardan el alma y la huella de sus propietarios. Ángeles González Sinde, que había estudiado allí y conocía el percal, me llevó a uno de esos garajes prodigiosos en donde la ropa estaba catalogada por épocas. Podías perderte en la sección de trajes de novia y comprarte uno de cualquier época del siglo XX. Me dieron ganas de volver a casarme no una, sino tres veces: ser esa novia elegante de los cuarenta, esa Doris Day de los cincuenta o aquella Jackie de los sesenta. El gusto de tirar y el gusto de encontrar. Hay noches en las que oigo a un gato maullando como si fuera un recién nacido y me da por pensar en que tal vez haya, ahí mismo, en el contenedor, un bebé recién nacido a punto de morirse de frío. Como estoy segura de que es un gato, me tapo los oídos, porque si hiciera lo que me pide el corazón saldría a la calle como una loca, en bata y zapatillas, a hurgar en la basura. Una vez escribí una historia sobre eso precisamente, sobre la posibilidad de encontrar lo que uno desea entre los desperdicios, y no deja de parecerme un milagro que algún día pueda ocurrir. Hay veces que acabas comprando cosas que tú mismo despreciaste en el pasado. Ahí están, por ejemplo, los discos de vinilo. Estaba tan segura de que ya no eran más que antigualla, que la mayoría fueron al contenedor de una obra que había cerca de casa. Prefiero pensar que, antes de ser triturados, alguna criatura más romántica que yo, un Diógenes de la música, pasara por allí y se los llevara bajo el brazo. La vida es tan absurda que este año les pedimos a los Reyes Magos un plato, o sea, un tocadiscos. Estoy segura de que el comercio se mantiene gracias a personas como nosotros, unos chisgarabís que si ayer defendíamos el CD a muerte, hoy nos sentamos enfrente del célebre plato y, mientras oímos un disco de Bill Evans, fácil es que se nos oiga decir: "¿Has visto el repiqueteo de lluvia del vinilo?, ¿es que no es incomparable?". Cuántas veces nosotros mismos no nos reímos de los nostálgicos de aquella lluvia, igual que de aquellos que hablaban, con la sonrisa de los cursis, del sonido que hacía la pluma sobre el papel, de cuyo roce, decían, salían novelas más auténticas que de las máquinas electrónicas. Tienen que vernos ahora: nos creemos elegantes por el hecho de apreciar el sonido de la aguja sobre el vinilo, un regusto que un neurólogo que estudiara de dónde vienen y adónde van esas sensaciones probablemente relacionaría más con la añoranza de la juventud que con la pura melomanía. Ahora vamos, como jóvenes al filo de la modernidad, a las tiendas de vinilos y compramos discos usados. A veces pienso que vamos a encontrar nuestra propia firma estampada en la portada. Recuerdo haber visto esas tiendas en el Village frecuentadas por viejos hippies desdentados que se pasaban las horas muertas rebuscando en los estantes. Oh, Dios mío, pensaba, que nunca me vea así. Afortunadamente, la clientela se ha renovado y, vista la cantidad de anuncios que han poblado la tele de dentaduras postizas y potentes pegamentos, uno no tiene por qué encontrar una relación causa-efecto entre comprar un vinilo y estar mellado. En fin, que al calor de nuestro nuevo plato, similar al que una vez le di al chatarrero, han ido llegando discos curiosos, que algún amigo, vista la afición, te va regalando. No todo en esta vida es escuchar a Bill Evans, así que a veces te llegan los alegres discos de 45 revoluciones, como éste tan vistoso que muestra a una Marisol de atuendo imposible (pantalones de flores y camisa de rayas) cantando aquel Corazón contento de Palito Ortega. A Marisol le pasó lo que a tantas cosas que tiré o que olvidé, que ahora me vuelve a las manos por gente muy joven que disfruta de "lo antiguo". No es que la tirara a la basura, eso nunca, porque Marisol es, al menos en mi casa, el ídolo infantil indiscutible, y difícil sería que le diéramos de comer a un invitado al que no le guste Marisol; pero la triste verdad es que cayó en el olvido durante un tiempo. Si la misma Pepa Flores se olvidó de la pobre Marisol, cuánto más nosotros que no estábamos en su pellejo. El caso es que, viendo el otro día Ha llegado un ángel, en Cine de barrio, pensé que si existiera un dios de la televisión, sus películas deberían pasar a Versión española (y alguna de Versión española, la verdad, a Cine de barrio). Por aquello de que las cosas acaben en manos de quien más las merece.
Hay veces que acabas comprando cosas que tú mismo despreciaste en el pasado. Por ejemplo, los discos de vinilo
Marisol es, al menos en mi casa, el ídolo infantil indiscutible, pero la triste verdad es que cayó en el olvido
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