El hombre de la calle
Se ha cumplido ya el primer año de la muerte del dibujante Cesc, y ha sido otro dibujante de prensa, otro ninotaire, el humorista gráfico de La Vanguardia, Toni Batllori, quien ha organizado una emocionante exposición en memoria del maestro y compañero (Cesc. La força del traç, en el Palau Robert, hasta el 2 de marzo), donde uno constata que la chispa, el fuego de Cesc, sigue ardiendo pacientemente encendido, con "civilizadísimo sentido del humor", como una vez dijo Máximo, el dibujante que hizo con el silencio lo que Chillida ha hecho con el espacio.
Uno se queda parado, igual que un niño contempla el fuego, ante los originales de Cesc, ante sus dibujos de gente corriente y moliente, y de bloques de pisos, ante sus viñetas tachadas por la censura, ante sus cuadros de técnica mixta, bodegones, escenas expresionistas, ante sus trabajos de animación, y, también se queda parado y sentado al calor largo y hermoso de las entrevistas para la televisión que le hicieron Montserrat Roig, Josep M. Carandell y Josep M. Espinàs, en las que sale Cesc en su casa, jugando al dominó en la terraza, que es una galería de patio de manzana, de gatos de tejado y de tendederos de alambre blanco. Y así lo que se descubre es que Cesc, con su pelo blanco como una bandera blanca y con sus gafas de aumento, que no le aumentan la vista, sino los ojos con que ve las cosas, es hombre de gran mundo interior porque tiene un gran patio interior. Montserrat Roig le pregunta a Cesc por qué hace un humor tan depresivo, y él contesta trazando una sonrisa ancha de humorista: "Porque me sale de dentro".
En la exposición, uno advierte que los edificios de Cesc son llamas de tinta, son llamas de historia contemporánea, son la "avanzadilla democrática" de los humoristas gráficos de antaño (así le llamó Luis Conde), y en estos dibujos los hombrecillos, los monigotes que Cesc esboza con pulso ligero ("Cesc retrata al hombre de la calle con sólo cuatro rayas", ha escrito Espinàs), contemplan su paisaje de edificios y de embotellamientos, de caravanas de tráfico, que son todo lo contrario a la épica de las caravanas del Oeste. Uno percibe que es un paisaje de plumilla y de taller lleno de dibujos de torres de la luz con el cartelito de la calavera y las tibias cruzadas, que anuncia peligro de muerte en una época en la que aún existe el peligro de vida; un paisaje de lápiz apenas insinuado en los márgenes, de indicaciones a bolígrafo con el tamaño de reproducción de la viñeta; un paisaje artístico enhebrado de dedos que señalan en otra dirección y de ventanillas atrapadas en un bucle administrativo ("vuelva usted pasado mañana", dice en un chiste), y de pasillos y puertas que llevan a la soledad de un váter; un paisaje / retrato de falsos demócratas de gafas negras y bigote que se miran al espejo, de militares que defecan balas, de torturados que piden el libro de reclamaciones a la puerta de la comisaría; un paisaje de pobres que alumbran con una cerilla su contador de la luz (Máximo se ha referido al "realismo tierno" de Cesc, y Joan Fuster ha llamado a lo mismo "miserabilismo"; y Cesc ha dicho por su parte: "al igual que mis mendigos, todos somos desgraciados). Y uno también encuentra un paisaje con correcciones de típex blanco y de papeles pegados sobre el original, con mujeres que salvan al bombero en el incendio, con coches fúnebres que recorren la España negra a la busca del entierro más deseado, con parados que tiran su voto por un sumidero, acaso ya en una anticipación de la vida basura, de los contratos basura y de la televisión basura. En Cesc hay una Barcelona culta, preocupada y progresista, a la que si no han acabado pasándola por el tubo es porque aún no se han puesto de acuerdo en su trazado.
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