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Columna
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A más de 90

Todo es cuestión de estadísticas, pese a la escasa fama que tienen. Cuando se construye un túnel los ingenieros hacen una evaluación muy aproximada de los operarios que van a morir por kilómetro excavado. Ya no nos sorprenden las previsiones, en vísperas de algún puente largo, al estimar la cifra de víctimas con escaso margen de error. Somos animales de costumbres y acomodamos nuestra vida -y nuestra muerte- a cálculos anticipados, donde tienen cabida todos los errores. Lo de los túneles lo sé, desde hace muchos años, cuando me lo indicó mi amigo, Julio Puerto, que tuvo responsabilidades protocolarias en la construcción de los que horadaron los de Guadarrama. No cesan -y hacen bien- los responsables en maquinar preceptos, tomar precauciones y meter miedo a la gente que se pone detrás de un volante.

Gaudí murió atropellado por un tranvía, trasto urbano que ya no funciona y que muchos añoran

Es una fatalidad, un porcentaje inesquivable, difícil o imposible de eludir o alterar; el número de muertos y lisiados de la carretera mantendrá un trágico paralelismo con el creciente de usuarios. Supongo que en otros tiempos, los contusos, perniquebrados e inválidos por caídas de caballo o vuelco de carruaje estaban en el ánimo de sus contemporáneos. Pensemos que a un cerebro matemático genial, como el que albergaba la cabeza del arquitecto Gaudí, le sirvió de poco. Murió atropellado por un tranvía, trasto urbano que ya no funciona y que muchos añoran.

Hay algo que se ha hecho muy frecuente en nuestro entorno: el anciano o la anciana que conduce por la ciudad y se lanzan a la carretera sin prejuicios. Algunos arrastran los pies al andar -vejez es, dice el refrán-, pero los mantienen firmes sobre los pedales. Antes de entrar en la cofradía de los que han superado los 80, pensaba que podía ser una temeridad entregar un carné que les convierte, teóricamente, en homicidas sin riesgo de ir a la cárcel, precisamente por la edad. Pero supongo que ahí interviene también la estadística y se conocen pocos casos en los que algún vejestorio de ambos sexos esté implicado en accidentes graves. Creo que la indudable decadencia de reflejos se ve compensada con una mayor atención y prudencia, que no significa circular a baja velocidad, sino calibrar en su valor lo que se está manejando. No cabe duda de que si la siniestralidad fuese significativa, tendría límite por la parte alta, algo que, a lo que conozco, no sucede. Figuro entre los convencidos de que el instinto de conservación y apego a la vida se fortalece con el tiempo. Que se sepa, escasean los terroristas suicidas de la tercera edad.

No hace mucho tiempo, compartí aperitivos con un señor, licenciado como teniente general del Ejército del Aire, cuya pasión -muy coherente- era la velocidad y podía permitirse el lujo de poseer automóviles de gran potencia. El último, creo, un Maserati como para apretar el acelerador en el Lago Salado. Sin embargo, de lo que se envanecía aquel simpático militar era de no haber tenido jamás el menor accidente de tráfico. Imagino que conocía los tramos por donde los imprevisibles motoristas de la Guardia Civil se agazapan a la espera del cándido conductor distraído o puede que su bólido rojo fuese conocido y franqueado su paso por los controles.

A pesar de los pronósticos pesimistas, se ha formalizado el uso del cinturón de seguridad, incluso dentro de las ciudades, y, para colmo, en los asientos traseros. Más que las voluntariosas e inanes campañas oficiales, cala en el comportamiento lo que vemos en la tele y se adopta el gesto familiar de ceñirse la banda elástica que, a los bajitos como yo, casi estrangulan en su postura normal y que con tanta naturalidad y soltura cruza el torso de las mujeres.

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Sorprendentemente, a lo largo de estos meses de vigencia del temido carné por puntos, no ha descendido la mortalidad vial, lo que debería significar que no se trata de la panacea, sino, en el mejor y aceptable de los casos, de una medida disuasoria más, sin que atinemos con la solución o mejores resultados. Al revés, aunque en lugares despejados casi siempre, y en horas de escaso tráfico, proliferan las temerarias carreras clandestinas, en las que conductores, generalmente muy jóvenes, ejecutan un muestrario de exhibiciones acrobáticas rechazadas y perseguidas por el código de la circulación. Parecen pilotos expertos, pletóricos de condiciones físicas pero, sin duda, ponen en riesgo la propia y la ajena vida. Los agentes de tráfico parecen que se enteran de estas ilegales competiciones por los medios de comunicación, pues rara vez comparecen en los improvisados circuitos.

Lo lamentable es que la presencia disuasoria se percibe poco en las carreteras y sería una de las medidas más eficaces. Como siempre, la cuestión es la falta de medios, pero ante la sangría permanente de vidas y los daños materiales que se originan, cabe preguntar por qué la economía no consiste en emplear los recursos en base a las prioridades, desplazándolos de fines menos acuciantes. Pero eso parece el otro huevo de Colón y no utiliza la flexibilidad de los presupuestos, que tanto se pueden forzar y retorcer.

Como un hilo de oro, de plata o de seda, por el cañamazo de la circulación se mueven los coches conducidos por viejos y viejas, agarrados con ambas manos al volante y fijándose en las instrucciones que jalonan el camino. No van como locos, van a 90 y poco más, de acuerdo con su edad.

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