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Agüita amarilla

Jordi Soler

En el Área Metropolitana de Barcelona se consumen, cada día, más de 73.000 dosis de cocaína. Este dato, que normalmente tendría que haber soltado la policía, fue revelado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, es decir, por un grupo de hombres de bata blanca y ojo en el microscopio, y no por un pelotón de agentes que aprehende camellos, incauta alijos y al final presenta cuentas; ese método clásico al que nos tenían, hasta hace muy poco, acostumbrados.

Por si la exactitud no fuera suficiente, este grupo de científicos, tras aplicar un riguroso desglose, ha anunciado que, por ejemplo, las dosis de un martes se duplican un sábado o un domingo. ¿Que cómo saben tanto estos científicos?, pues muy fácil: analizando la orina que todos los barceloneses mandamos mañana y tarde a la depuradora de El Prat de Llobregat. Resulta que los metabolitos de la cocaína viajan a sus anchas en las aguas residuales y que estas aguas indiscretas son, a juzgar por lo que hemos ido sabiendo en los últimos años, el espejo del alma de Barcelona; porque miren ustedes, en el año 2005 otro grupo de científicos, o probablemente el mismo, descubrió estrógenos en las aguas del río Llobregat, que habían llegado ahí montados en los alquilfenoles que se utilizan en la fabricación de plásticos, detergentes o espermicidas y más que nada, galopando sobre las hormonas que tienen los anticonceptivos orales, y los medicamentos para tratar la menopausia, que se desechan por la orina.

Por lo que hemos ido sabiendo estos años, las aguas residuales son el espejo del alma de Barcelona

Pero aquella noticia tremenda no termina ahí, pues se ha sabido que los estrógenos, que son en realidad hormonas, han hecho que las carpas del río sufran mutaciones genéticas de orden sexual, escalofriantes mutaciones como, por ejemplo, carpas macho estrogénicas que ponen huevos, que al rato otra carpa macho clásica fecunda; un lío genético de aires babilónicos que fue desentrañado, en su momento, a partir del hallazgo de ese desecho orgánico, aparentemente inocuo, que es la orina. Pero no nos engañemos, ya Los Toreros Muertos habían dado una pista sobre el potencial expansivo de la orina en su entrañable canción Mi agüita amarilla, ese hit que, como bien se sabe, cuenta la historia de un individuo que, después de beber "más de 40 cervezas", acude al váter y mientras libera a su vejiga de ese inconcebible superávit, tiene una iluminación que lo lleva a contemplar el recorrido de su agüita, un recorrido que irá dando cuerpo a la letra de la canción y que va trazando su ruta por las tuberías debajo de las oficinas, las casas, las familias y más adelante (mucho ojo) llega al río, y de ahí va al mar, donde el sol, eventualmente, la evapora y entonces comienza a caer un diluvio. A esta divertida visión de Los Toreros Muertos, se antepone este dato tranquilizador, que también ha revelado el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, ese grupo de hombres de bata blanca y ojo en el microscopio, que dice que los metabolitos de la cocaína, y otras sustancias, no tienen efectos en el agua potable, porque más del 95% de éstas se elimina completamente en las plantas depuradoras.

Una vez liberados de esta zozobra, conviene angustiarnos por ésta otra: de manera paralela a los avances científicos y tecnológicos que aumentan nuestra calidad de vida, van extendiéndose los mecanismos de vigilancia y de control; pongamos un solo ejemplo: el teléfono móvil nos facilita la vida y, al mismo tiempo, nos pone a merced de quien, con el instrumental adecuado, quiera saber en qué sitio estamos, o rastrear nuestros movimientos. Ahora a esta calamidad hay que añadir la información, de nosotros mismos, que regamos alegremente en el retrete, como si no fuera más que cálida, y tibia, agüita amarilla.

Jordi Soler es escritor.

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